Intérprete de la lengua de los animales

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Miguel Ángel González Cajas, técnico de la Fundación de Patrimonio Natural y responsable del CRAS

Distingue entre el sonido acompasado de un búho real y una lechuza común: «suena como un grifo abierto», y sabe interpretar el comportamiento de un buitre leonado apático o de un alimoche alicaído. «Son muchos años viendo animales, observando y escuchando», dice con una sonrisa franca este grandullón, que disfruta con su trabajo en medio de la naturaleza abierta que ofrece la finca del CRAS. Así lo conoce el común de los mortales, para abreviar el nombre del Centro de Recuperación de Animales Silvestres,  del que se ocupa, de manera continuada, desde hace once años.

Pero mucho antes de que se  convirtiera en técnico para todo  de la Fundación del Patrimonio Natural, se había criado en este espacio, al que un día de hace muchos años llegó su padre a trabajar, cuando el mismo sitio era una finca del antiguo ICONA y había un vivero forestal en ‘Los Lavaderos’. «Viví aquí más de veinte años,  hasta que me casé, y me crié rodeado de animales. Nunca les he temido; al revés: los animales se asustan de ti», dice convencido, mientras vigila unos buitres.

Nació en Talavera de la Reina y llegó a Segovia con solo 5 años. Cuando los demás niños de su edad solo veían las aves en los cuentos, él iba aprendiendo a llamarlas por su nombre. «Con la práctica, aprendes a diferenciar  milanos, halcones peregrinos, busardos y alimoches. Ahora, cuando conduzco, mi mayor distracción no es móvil sino las aves que planean sobre la carretera, y como hizo mi padre conmigo, yo voy enseñándoselas a mis hijos», dice.

Le fascina ese mundo silvestre y el cuidado de los animales dañados, que pasan su estancia en el CRAS, hasta que pueden ser liberados para continuar con su vida en libertad. «Es la mayor recompensa de este trabajo. Esto no es un zoológico; es un centro de recuperación y el objetivo es devolverlos a su hábitat natural». Por eso, ninguno de los casi quinientos animales que se curan cada año tienen nombre. «Una cosa es curarles y otra nada conveniente sería cogerles cariño. Hay que soltarles cuanto antes, para que sigan siendo salvajes y no se acostumbren o, de lo contrario, no podrán volver a su medio», subraya.

Sin nombres, la única referencia personalizada es la procedencia. Un gavilán de Prádena; un busardo ratonero de Olombrada; un buitre leonado de Arahuetes; una ardilla de Santiuste de San Juan Bautista; una lechuza de Carbonero El Mayor; un milano negro de Cantalejo o un buitre negro de Cantespino, entre otros miles, han salido victoriosos después de haber visto quebrado su vuelo por un choque contra un tendido eléctrico, «muy común», un atropello de un vehículo o un golpe de calor.

¿Golpe de calor?. «Sí, sí, le sucedió a un águila culebrera que encontraron aquí cerca. Estaba desnutrida y abatida», recuerda. Tardó dos semanas en recuperarse y fue liberada allí mismo, pero el águila regresó  a los dos meses y fue conducida para su nueva suelta hasta las Hoces del Riaza. A Miguel Ángel los animales salvajes y el animalario que cría, no le dan ni temor ni asco. Habla con total naturalidad de las ratas que se crían para servir un menú fresco a las rapaces. De igual manera sucede con las codornices que procuran el alimento, en función de sus tamaños, a los huéspedes del centro, ya estén en las UVIs, las mudas o los parques de vuelo o voladeros. Son las tres partes  que organizan el chequeo, su progresiva recuperación y la puesta a punto: «su musculación», señala.

Tiene mil y una anécdotas y ha aprendido a lo largo de sus 45 años a interpretar el lenguaje de los animales. Apasionado por lo que hace, reconoce: «Soy un privilegiado al que le gusta tanto lo que hace que casi no es un trabajo; ¡Esto, es mi vida!», dice señalando el espacio  y vigilando discretamente a sus habitantes. «¡Esto es precioso!», exclama antes de contar que, cada mañana, cuando llega a su trabajo,  le reciben «seis o siete corzos» que merodean por la finca antes de que la ciudad despierte. Hay días en que el centro no recibe animales, pero otros días llegan 5 ó 6. «Siempre hay faenas que hacer».

Asegura que, en todos estos años entre picos retorcidos y garras poderosas, no ha sufrido percance alguno, más allá de algún arañazo. «Con los buitres hay que tener cuidado porque, al principio, se dejan cuidar, pero cuando van recuperándose echan su pulso y se encaran como diciendo ¿tú o yo?».

La prevención le hace cauto y su norma es no confiarse. «Hay que actuar con decisión, sabiendo lo que se tiene que hacer y no estresarles», subraya. El 90% de los animales que cuida son aves; y, de vez en cuando, cae por allí algún mamífero de cuatro patas: algún corzo, tejones, una jineta melánica o algún zorro.

Administrativo de formación, en este hospital animal hace de todo: tareas administrativas, veterinarias, de jardinería y de mantenimiento general. «Todo me gusta», dice sonriente, mientras una codorniz suena estridente sobre nuestra conversación.

La mayoría de los animales son conducidos hasta allí por agentes medioambientales, pero le llega al alma la colaboración ciudadana. «Hay gente que  paga un taxi para traer  hasta aquí  un animal que ha encontrado herido y muchos recorren kilómetros en su coche desde algún rincón de la provincia». Está convencido de que los animales ayudan a fidelizar amistades. «Una señora de Zaragoza  encontró hace cuatro años un milano real en Hontoria. Estaba malherido. Cuando se curó, la llamamos para que estuviera presente  en su suelta y desde entonces, cada Navidad, llama al centro y se interesa por los animales».

Miguel Ángel dice que no tiene favoritos; ni siquiera entre los infrecuentes, como las gaviotas marítimas. Le gustan mucho los autillos, las águilas reales y las  culebreras, y el búho chico. Se alegra de que haya pasado la moda de las tortugas de Florida. Hubo un tiempo en que el río era su destino final. «Las vendían por 5 euros en cualquier feria medieval y, claro, luego comen, cagan y crecen. Las he visto de tamaño paellera familiar». Solo un animal es más antiguo que este cuidador vocacional: el búho de ojos bicolor (uno naranja y otro amarillo) hace tiempo que dejó de ser silvestre. Le pregunto hace cuánto que ‘ingresó’ el animal de aspecto bonachón; se pone a calcular  y salen 13 años. «¡El búho de la suerte. No lo había pensado, pero este año, me aplicaré haciendo la bonoloto!», bromea.