Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Veinte dólares

07/06/2020

Pese a sus más de dos metros de altura y a su apariencia intimidatoria, todos coinciden en que no era una persona violenta. Estudió en la Universidad de Florida gracias a una beca, pero cambió los libros por el hiphop y decidió volver a Houston, donde desde muy joven había sido una referencia del fútbol americano para los muchachos del barrio del Third Ward. Sus amistades y la escasez de oportunidades le llevaron a un oscuro laberinto de delincuencia del que no supo salir hasta acabar con sus huesos en la cárcel.
Hacía seis años que había cambiado su ciudad natal por Minneapolis para tratar de dejar atrás su paso por prisión después de ser condenado por perpetrar un atraco a mano armada. Quería comenzar de nuevo. Su estancia entre rejas y el nacimiento de su pequeña Gianna le hicieron reflexionar. Alternó varios trabajos. Dependiente, camionero, vigilante de seguridad... hasta que llegó al Conga Latin Bistro, un local de comida latina, donde se hizo querer por compañeros y clientes. La vida le daba otra oportunidad.
Como a tantos otros, el coronavirus le dejó sin empleo en el mes de marzo. El restaurante donde trabajaba se vio obligado a cerrar por la normativa gubernamental que ordenó su clausura para intentar evitar la propagación de la enfermedad. A sus 46 años, George Floyd estaba en su mejor momento.
La tarde del 25 de mayo, él y dos amigos entran a Cup Foods, un establecimiento que vende prácticamente de todo y al que acudían con asiduidad.  El trío compra un paquete de cigarrillos y George paga con un billete de 20 dólares. Al abandonar el local, los dependientes creen que el dinero es falso y salen en busca de los tres individuos, que permanecen en el interior de su todoterreno, a la vuelta de la esquina, están borrachos y no hacen ademán de huir del lugar.
Alarmado, el dueño de la tienda telefonea a la Policía que, a los pocos minutos, hace acto de presencia. Dos agentes hablan con Floyd, al que sacan del vehículo sin apenas resistencia, esposan y sientan contra la pared. Acto seguido, le trasladan a otra acera, enfrente del coche patrulla, donde el detenido se desploma. Llegan más policías. Los últimos, Tao Thou y Dereck Chavin, forcejean con el afroamericano para introducirlo en el automóvil, hasta que lo tiran y, mientras otros dos uniformados sujetan sus piernas y tronco contra el suelo, Chavin, con 17 denuncias en su historial y un turbio pasado, presiona su cuello con la rodilla. Ocho minutos y 46 segundos de angustia, pidiendo clemencia y advirtiendo que no puede respirar -«I can’t breathe»-, que acaban con el fatal desenlace. La muerte de Floyd prende la mecha y provoca violentas revueltas de una comunidad negra hastiada por el racismo que reclama justicia. 
Pasa el tiempo, pero la historia se repite y resucita a los fantasmas del pasado. Corría el año 1955, el mismo en el que Rosa Parks se negaba a ceder el asiento del autobús a un hombre blanco en Alabama, cuando Emmet Till, un muchacho de 14 años que se trasladó de Chicago a una pequeña localidad del Delta del Misisipi, fue asesinado brutalmente por dos hombres blancos tras propinarle una descomunal paliza y arrojarle al río Tallahatchie con un ventilador industrial de las plantaciones de algodón atado al cuello. La razón: haber piropeado a la mujer de uno de ellos, una sinrazón que con el tiempo se descubrió que era una gran mentira. La noticia conmocionó al país y 50.000 personas asistieron al sepelio.
En esa época, los negros estaban totalmente marginados en EEUU, con una segregación brutal, auspiciada en las leyes Jim Crow, heredadas de la esclavitud del siglo XIX, que incluso les impedía utilizar los baños, considerándolos seres inferiores y marginándolos totalmente de la sociedad. Los hechos provocaron el hartazgo de una población que, liderada por el joven Martín Luther King, organizó una oleada de protestas que se prolongó durante 382 días. El caso de Parks acabó en la Corte Suprema, que determinó que la segregación era una norma contraria a una Constitución que defiende la igualdad de todos los individuos. Un año después, se prohibió cualquier tipo de discriminación en lugares públicos. 
El asesinato de George Floyd es una muestra más de que el racismo permanece arraigado en la sociedad. La comunidad afroamericana en EEUU, donde Trump exige más mano dura contra los manifestantes, sufre un mal endémico, pero el fenómeno del Black Lives Matter también ha llegado a Europa. La violencia y los saqueos deslegitiman cualquier reivindicación, fomentando el rechazo y provocando el efecto contrario al que se busca. Sólo una lucha pacífica terminará por extirpar ese cáncer que excluye por el color de la piel.