La medicina del cariño

Nacho Sáez
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Los residentes de los centros de mayores segovianos se reencuentran con sus familiares tras recibir las dos dosis de la vacuna. «Ha sido una alegría inmensa», dice Ana Fernández, de 92 años, tras volver a ver a su hija Mercedes.

Ana Escudero Fernández y su hija Mercedes, el pasado 16 de febrero en la Residencia Madrid. - Foto: Rosa Blanco

El último año ha sido una tormenta perfecta para Ana Escudero Fernández.  Poco antes de que estallara la pandemia sufrió un ictus que la obligó a ingresar en la residencia de mayores Madrid, cerrada a cal y canto a las visitas en cuestión de días para tratar de contener los contagios. De vivir de manera autónoma a sus 92 años, esta vecina de La Granja pasó a solo poder hablar con su familia por teléfono. «Fue horroroso», explica su hija Mercedes, a la que dedica una preciosa mirada cómplice ahora que parece que ha pasado lo peor.

Estos dos últimas semanas son el tiempo de los reencuentros en los centros de mayores gracias a la vacuna. Todos tienen ya sus dos dosis, han pasado los siete días de rigor para que haga efecto la segunda y, aunque la inmunización no se garantiza que sea completa, ya no tendrán que estar pendientes del nivel de alerta sanitaria que haya en cada momento para recibir la visita de sus familiares. Atrás quedan el aislamiento y los besos lanzados desde el otro lado del cristal de la ventana o el Skype que se perdían en el aire.

«Sobre todo lo pasan mal ellos por no podernos ver. Los familiares lo pasamos mal, pero los importantes son ellos. Los demás nos vamos a nuestra casa y nos distraemos con otras cosas, pero ellos necesitan vernos», subraya Mercedes, que intentaba visitar a su madre cada mañana y cada tarde para tratar de facilitar su adaptación a la residencia. «Cuando vino a la residencia no quería hablar, ni comer, ni abrir los ojos. Se iba a tomar café cuando la dio el ictus y el cambio ha sido muy grande en su vida, pero todo hay que aceptarlo y asumirlo».

Ana, viuda desde hace más de tres décadas, madres de tres hijas y abuela de cinco nietos, es aficionada a la costura, al arte y a los viajes y tiene unas profundas creencias religiosas. «Durante el confinamiento impresionaba verla cómo encontraba la paz cuando su hija le leía oraciones a través del teléfono», cuenta Virginia Juárez, la responsable de enfermería de la residencia Madrid. Ahora disfruta de los paisajes en los paseos con su silla de ruedas. «Ha sido una alegría inmensa», dice cuando se le pregunta sobre sus sentimientos tras reencontrarse con su familia.

El coronavirus lo pasó asintomática. «¿Miedo? Yo ya he vivido mucho», remarca mientras agarra la mano de su hija, que también  lanza un canto a la esperanza: «Tengo miedo a cualquier tipo de sufrimiento. Se llame como se llame. Por eso doy voz a la vida. Nos queremos poder ver y no sufrir una muerte en vida». El reencuentro con su madre lo tilda de «precioso», pero no se olvida de que todavía hay metas por conseguir. «Pediría a los políticos y a los responsables médicos que vieran a las personas mayores como personas. Como está mi madre podríamos estar cualquiera. Por un accidente medular, por un accidente vascular... Que les vean  como a cualquier otro ciudadano, que no les limiten más que al resto porque se lo hacen pasar muy mal».