Personajes con historia - María Pacheco, la Mendoza comunera

Mujer de Juan Padilla mantuvo, tras la decapitación de este en Villalar, la resistencia en Toledo


Antonio Pérez Henares - 31/01/2022

María López de Mendoza y Pacheco, María Pacheco para la historia y la leyenda, no era precisamente una plebeya. Ninguno de los dirigentes comuneros lo fueron, pues la mayoría perteneció a la pequeña y mediana nobleza castellana y algunos a la más alta, como la propia María, al igual que lo fueron cargos y funcionarios de las ciudades, los burgos, sin excluir artesanos y menestrales, ya que la rebelión tuvo una potente base y urbana que la ha hecho ser considerada la primera revolución de la Edad Moderna.

Ella era nada menos que una Mendoza, la casa nobiliaria más poderosa del momento, hija del Conde de Tendilla, primer alcaide de la Alhambra, donde nació, y capital general del recién conquistado reino de Granada, amén de sobrina-nieta del Gran Cardenal y hermana del que luego sería el primer virrey de la Nueva España (México), Antonio de Mendoza, entre otros muchos y cercanos parentescos de alcurnia. Eso por parte de padre, pues por su madre era una Pacheco, de la también muy linajuda y poderosa casa de los marqueses de Villena, su sobrina, vamos.

Fue, casi, la más pequeña, la séptima de los ocho hijos del Gran Tendilla, y se casó a los 15 años, en 1511, con un hidalgo toledano, llamado Juan de Padilla, hijo del regidor de Toledo, de menor prosapia que la suya sin duda, pero muy gustosa y amorosamente a tenor de la complicidad y lealtad que hasta el fin de sus vidas, y hasta más allá por parte de ella tras la muerte de su marido, se profesaron.

Novela histórica sobre 'La viuda de Padilla'Novela histórica sobre 'La viuda de Padilla'María Pacheco, que adoptó el apellido materno para diferenciarse de sus hermanas, con las que compartía nombre, se crió en el ambiente culto y renacentista del palacio de su padre y sabía de matemáticas y letras, amén de latín y griego. Renunció por el menor rango del novio a su herencia paterna y otros derechos de ella derivados, pero no se fue de vacío, pues fue compensada a cambio con nada menos que 4,5 millones de maravedíes. A los cinco años de casada, alumbró al que sería su único hijo, de nombre Pedro, que no llegó a mozo. El matrimonio se estableció en Granada, viviendo en la propia Alhambra, y su padre le proporcionó al yerno cargos de importancia y buen sustento, pues le cogió gran afecto tal y como se desprende de sus propios escritos: «De acá no hay más que decir sino que el señor mi hijo Juan de Padilla está aquí, que le quiero más que a los otros».

El cambio se produjo en 1518 cuando al morir el padre de su marido, regidor de Toledo, su hijo le sucedió en tal cometido y como capitán de gentes de armas. La vida de María Pacheco iba a dar un giro para siempre. Aunque no era la única Mendoza que simpatizó con la rebelión comunera, lo hicieron algunos de sus hermanos y su primo, el conde de Saldaña, heredero de la casa mayor, el ducado del Infantado, estos, reprendidos por sus mayores y salvados por ellos de represalias reales, acabaron por abandonar tales veleidades. No fue el caso de María.

Parece que fue ella incluso la que animó a Juan Padilla, aunque no le hacía ninguna falta, a no solo secundar sino casi a comenzar el movimiento de protesta contra el Rey Carlos, su corte flamenca, los impuestos exigidos para pagar su nombramiento imperial y los agravios contra los derechos de las ciudades y estatus de mucha gente, y acabar por encabezarlo.

Tras triunfar, bajo el mando de Padilla, el levantamiento de las Comunidades en Toledo, este se dirigió con sus milicias y las de Madrid, que comandaba Zapata, a apoyar a Juan Bravo, regidor a su vez de Segovia, y también con relaciones de parentesco por su mujer con la casa Mendoza, y hacer juntos frente a las tropas realistas mandadas del alcalde segoviano Rodrigo Ronquillo. Le hicieron retirarse y el movimiento comunero avanzó entonces de manera muy firme por toda Castilla hasta constituirse en Ávila su Santa Junta que nombró a Padilla en julio de 1520 capitán general de las tropas comuneras.

El 24 de agosto de 1520, Padilla entró en Medina del Campo, que había sido incendiada por las tropas de Ronquillo en su retirada y el 29 llegó a Tordesillas, donde se encontraba confinada la Reina Juana. El jefe comunero y sus capitanes más destacados, Juan Bravo entre ellos, propusieron a doña Juana liberarla de su cautiverio y proclamarla como legítima reina de Castilla. Pero la hija de los Reyes Católicos y madre del actual Rey Carlos, aunque los recibió en audiencia varias veces, se negó a firmar ningún documento ni orden al respecto. Supuso un gran chasco para ellos y un indudable alivio para quienes apoyaban al Rey Carlos, siendo la alta y más poderosa nobleza la que comenzó a hacerlo ya sin fisuras y a unir fuerzas entre ellos al ver que sus intereses podían verse muy comprometidos si los comuneros triunfaban. Que iban camino de hacerlo, pues a finales de aquel septiembre Padilla tomó Valladolid y detuvo a los miembros del Consejo Real.

Fue el momento cumbre de su prestigio y su fama. Gozaba en Castilla de una inmensa popularidad pero no tanto entre quienes conformaban la cúpula que manejaba los hilos de la rebelión. Recelaban del poder creciente del toledano y el 11 de octubre entregaron el mando del ejército comunero a un noble de rancio abolengo, Pedro de Girón. Padilla, muy disgustado, regresó a Toledo.

En cierto modo fue el principio del declive de la sublevación que comenzó con la ineptitud y traición final de Girón, que desertó, costó la derrota de Tordesillas y la entrada de los realistas en la emblemática villa el 5 de noviembre.

Las Comunidades tocaron a rebato y llamaron de nuevo a Padilla, le devolvieron el mando y a su regresó a Valladolid fue acogido como un salvador. Y pareció serlo de inicio, cuando retomó la iniciativa y logró algunas victorias y el asalto de la fortaleza de Torrelobatón en febrero del 1521, donde se encastilló cometiendo con ello el error que a la postre le costaría la derrota y la vida.

Los realistas se reagruparon y cuando Padilla, percatándose del peligro, intentó dirigirse a Toro, ya era demasiado tarde. Alcanzado en Villalar, su ejército sufrió una terrible derrota y él, junto a los otros dos líderes comuneros, más conocidos, Juan Bravo y el salmantino Francisco Maldonado, fueron sumariamente juzgados e inmediatamente decapitados. En principio, el Maldonado que iba a ser ajusticiado, Pedro, pues eran dos primos quienes dirigían la sublevación en Salamanca, fue perdonado por estar casado con una Pimentel, sobrina del conde de Benavente quien mandaba las tropas realistas. A la postre no le serviría de mucho, pues un año más tarde fue excluido del perdón real a los vencidos por entender que su condición de noble suponía una traición doble y conducido al cadalso.

 

Dispuesta a luchar hasta el final

Todo parecía perdido y ciertamente lo estaba, pero Toledo resistió tras Villalar, todavía nueve meses más, y de ello tuvo la culpa María Pacheco. La causa de las Comunidades parecía derrotada del todo, pero la mujer de Padilla no estaba dispuesta a rendirse.

La noticia de la ejecución del jefe comunero llegó a Toledo el 27 de abril y la Pacheco, que había ocupado el cargo de regidora de la ciudad en ausencia de su marido, aunque desde marzo había tenido que compartir poder con el recién llegado obispo Antonio de Acuña, afín a los comuneros pero cuyo objetivo era la mitra toledana a la que también aspiraba un hermano de doña María, se dispuso a resistir a pesar de la situación cada vez más difícil.

Las tropas realistas rindieron el 7 de mayo Madrid, y Toledo se quedó ya sola y aislada. El obispo Acuña ya había puesto para entonces pies en polvorosa y varios notables como los Laso de la Vega, emparentados con los Mendoza, optaban por la rendición. María Pacheco no se arredró, hizo traer cañones desde Yepes y hasta hizo apuntar los del Alcázar, a donde se trasladó para dirigir la resistencia contra las casas de quienes pretendían entregar la ciudad. Llegó a requisar, aunque postrada de rodillas como buena cristiana, la plata del mismísimo altar y sagrario de la catedral para poder pagar a sus tropas. Cercada definitivamente la ciudad, tras diversos combates, a finales de agosto tuvieron que avituallarse realizando arriesgadas salidas que en ocasiones costaron bajas dolorosas, pero consiguieron el objetivo de seguir aguantando.

Mientras, sus poderosos parientes hacían todo lo posible por mediar y poder darle una salida. Su hermano mayor, Luis Hurtado de Mendoza, ya marqués de Mondéjar y capitán general de Granada, tras la muerte de su padre, firme partidario de Carlos V, escribió al cardenal Adriano, mano derecha de Carlos y gobernador del reino y su tío, Diego López Pacheco, marqués de Villena, intentó mediar y conseguir un acuerdo. Pero todo fue en vano. El bombardeo comenzó y el asedio se estrechó cada vez más. A finales de octubre, sin embargo, las múltiples mediaciones lograron un sorprendente armisticio. Los comuneros entregaban el Alcázar pero seguían al mando de la ciudad con María Pacheco, que hizo fortificar y artillar su casa, como regidora.

El acuerdo disgustó mucho a la corte y los gobernantes castellanos, pero se mantuvo en pie durante cuatro meses hasta que a la postre estalló y se produjo un nuevo enfrentamiento el 3 de febrero de 1522. Los comuneros, alentados por María Pacheco, asaltaron el alcázar y liberaron a sus compañeros allí presos. La reacción realista fue inmediata y esa misma tarde empezaron a tener a todo Toledo bajo su control. Un hermano de Padilla, una hermana de la Pacheco, María de Mendoza, condesa de Monteagudo y su tío, el marqués de Villena, lograron una tregua al caer la noche, que en realidad más bien fue una añagaza para que la viuda de Padilla con su hijo, disfrazados de aldeanos y con la connivencia de la guardia de la puerta del Cambrón, escaparan de la ciudad dirigiéndose a Escalona, donde estaba el marqués, que le dio ayuda de mulas, vituallas y dinero para el camino, pero se negó a hospedarla. Sí lo hizo otro tío suyo, Alfonso Téllez de Girón, en su feudo de la Puebla de Montalbán, pero hubo que salir huyendo también de allí y se dirigió a Portugal utilizando veredas y trochas montaraces para no ir por los caminos principales donde se la buscaba para detenerla. Llegada al país vecino, el rey Juan III se negó a las peticiones castellanas de que la expulsara de su territorio y le permitió quedarse. Encontró allí el amparo primero del arzobispo de Braga y después del Obispo de Oporto, Pedro de Acosta, que la hospedó en su casa.

Excluida del perdón real que Carlos V otorgó a los comuneros que habían participado en la rebelión, que no concedió a 293, entres ellos varios nobles, como el citado Pedro Maldonado, ella tampoco se rebajó a pedirla. Fue juzgada en rebeldía y condenada a muerte en 1524.

 En Toledo, y nada más partir ella, el corregidor Juan de Zumel hizo derruir su casa y propiedades y sembrarlas de sal, y grabó en un mármol la sentencia a muerte por traidor de Padilla. No se permitió tampoco que sus restos fueran traídos a su ciudad natal y ni aunque luego al pequeño de los Padilla, que sobrevivió a la guerra, se le reconoció el mayorazgo, el emperador autorizó ni que se reconstruyera su casa ni se repatriara su cuerpo, manteniendo por contra el infamante grabado.

Muerte en el exilio

Su muy influyente familia, su hermano el marqués de Mondejar y sus diferentes hermanos, el embajador y poeta Diego Hurtado de Mendoza fue quien más empeño puso, intentaron que el César Carlos le levantara el castigo, pero se mostró inflexible. María Pacheco murió en el exilio en marzo de año 1531. Se mantuvo firme y retadora hasta el final y en su testamento dejó escrito que puesto que «la majestad de César no le diera licencia para ir viva a acabar la vida en Villalar, adonde está sepultado el cuerpo de Juan de Padilla, su marido, que enterrasen su cuerpo en la Seo de Porto, delante el altar de San Hierónymo, que está detrás de la capilla mayor, y, comido el cuerpo, llevasen sus huesos a sepultar con los de su marido en la dicha villa de Villalar donde yace». Pero el Rey Carlos tampoco dio el visto bueno a esta póstuma petición.

 Fue ella misma quien compuso su propia glosa para que fuera labrada en su sepulcro y lo hizo en un cuidado latín, que había estudiado junto a su hermano Diego Hurtado de Mendoza en los felices tiempos de niñez en la Alhambra y aprovechado las enseñanzas de Pedro Mártir de Anglería de las que salió «muy docta en latín y en griego y matemática y muy leída en la Santa Escritura y en todo género de historia, en extremo en la poesía». Fue Diego, su hermano pequeño, quien mayor devoción tuvo por ella y hasta siendo proscrita y él un leal servidor de Carlos V no se recató en ir a visitarla a Oporto. Él fue quien escribió su epitafio, en el que asoma un indisimulado orgullo por ella:

«Si preguntas mi nombre, fue María,

Si mi tierra, Granada; mi apellido

De Pacheco y Mendoza, conocido

El uno y el otro más que el claro día

Si mi vida, seguir a mi marido;

Mi muerte en la opinión que él sostenía

España te dirá mi cualidad

Que nunca niega España la verdad».

La imagen que de ella se tuvo en su propio tiempo, y a pesar de la derrota, fue en general positiva y enaltecedora de sus virtudes. La llamaron leona de Castilla, brava hembra y centella de fuego y admiraron la lealtad de ella con su marido, el no menos admirado Juan Padilla. Hubo también, y no solo por parte de los enemigos realistas, críticas: «Má propensa a los excesos que a la moderación».

 Pero fue la cultura popular y la leyenda -el personaje tenía todos los ingredientes para serlo- la que la hizo llegar, con la contribución de obras literarias y pictóricas, hasta nuestros días, convertida en una verdadera heroína que hoy mismo se sigue poniendo como ejemplo de resistencia y lealtad a una causa, así como de ser una adelantada, en su condición femenina, a su tiempo, e incluso en este último año se le siguen dedicando calles, como ha hecho la ciudad de Guadalajara con motivo del 500 aniversario del Alzamiento Comunero.