Rafael Monje

DE SIETE EN SIETE

Rafael Monje

Periodista


La eterna soledad del empresario

30/10/2022

Un país dinámico, moderno y productivo es la suma de muchos factores, tanto internos como externos. De la buena dirección de las políticas empresariales y del acierto en el criterio de las normas públicas depende, en no pocas ocasiones, el éxito de una sociedad como colectivo. A lo que se suma, como bien vemos de nuevo, el contexto internacional, cuyo impacto en las economías es notorio y palmario. Pero entre los actores que, en términos generales, marcan la temperatura de una nación hay que reseñar de manera especial a los empresarios en su conjunto. Ellos y ellas son los auténticos creadores de empleo real, el que luego cimienta el sistema fiscal y recaudatorio del Estado.
Hoy quiero referirme fundamentalmente al autónomo y a la pequeña pyme que, en conjunto, suponen el 55,12 por ciento del total, con datos a septiembre de 2022; un 38,30 por ciento si nos fijamos de forma exclusiva en las microempresas, las que contabilizan de uno a nueve empleados. Entiéndanme, cualquier empresario, ya sea unipersonal o propietario de una marca con cientos de trabajadores, tiene el mismo valor en términos de complicidad y compromiso. Pero es indudable, tal y como también revela la casuística, que el desamparo lo sufren más quienes se echan con poco equipaje a una carretera sinuosa y llena de adversidades que quienes cuentan con un consejo de administración, cuyo solo hecho de existir reduce e incluso diluye la magnitud de la dificultad.
Tomar decisiones, afrontar desafíos impredecibles y superar etapas y procesos para el legítimo crecimiento del negocio son el pan de cada día de pequeños y grandes empresarios. Pero en este país –y hay que decirlo– el apoyo al pequeño empresario, al emprendedor, es una quimera. Y lo es desde el mismo instante en que comienza esa andadura, trufada de alegrías y lágrimas. La excesiva tramitación administrativa absorbe una amplia dosis de energías ante la burocratización de un sistema abigarrado y heterogéneo, pensado más bien para justificar la retahíla de ventanillas por las que transitar hasta ver los primeros rayos de luz.
Pero todavía peor es la falsa creencia de que emprender es como la última alternativa, la tabla a la que agarrarse en mitad de la tempestad del desempleo o la solución onírica a un truncado trabajo por cuenta ajena. Emprender es, por el contrario, una actitud aplaudida en países como Alemania o Estados Unidos, un signo de madurez ante el riesgo o el síntoma de la piscina vacía.
Sólo apenas el 13 por ciento de los jóvenes universitarios en España manifiesta su predisposición a lanzarse a ese mundo del emprendimiento nada más concluir sus estudios superiores. Todo un ejemplo de esa animadversión sustentada en una errónea cultura laboral, más proclive a inculcarnos la idea de que nuestro espacio de confort, nuestro proyecto de vida vital sin sobresaltos, llegará antes si optamos a un puesto de funcionario que a impulsar proyectos empresariales propios. Otro argumento falaz que se impone en un país en el que el emprendimiento forma parte del vocabulario de moda y poco más. Porque la apuesta deseable por esta vía carece aún del respaldo necesario para romper esa atávica relación entre emprender y soledad.