Pegasus, el 'spyware' que irrumpe en la seguridad de los teléfonos con suma facilidad, copa la agenda política y mediática durante los últimos días. Y la cuestión no es baladí, porque el software diseñado por la empresa israelí NSO Technologies para combatir todo tipo de delincuencia y terrorismo se utiliza, en cambio, con otros objetivos espurios, como por ejemplo espiar a gobiernos y altas personalidades. El propio ministro de la Presidencia confirmaba este lunes el 'pinchazo' de los teléfonos del mismísimo presidente del Gobierno español y el de la ministra de Defensa.

Pero la noticia, preocupante ya de por sí, llama mucho la atención que justo se haga pública ahora, en coincidencia con el profundo malestar y la consiguiente denuncia de los independentistas catalanes contra el Ejecutivo de Sánchez tras sospechar ser víctimas también de una estrecha vigilancia, empleando curiosamente los mismos métodos. A lo que se une, además, las debilidades de nuestros servicios de inteligencia ante la próxima cumbre de la OTAN prevista para finales de junio en Madrid.

Sea o no una cortina de humo, la sensación del ciudadano de a pie es que estamos ante una especie de 'gran hermano' a gran escala que, lamentablemente, hace temblar los principios básicos del derecho de las personas a la confidencialidad y a la salvaguarda de la respectiva intimidad de cada uno.

Lo triste de todo ello ya no es sólo la impericia en la detección de quiénes están detrás de estos inverosímiles episodios de espionaje internacional, sino que surgen a la par de otros graves problemas que sufrimos desde hace un tiempo: pandemia, conflicto bélico en plena Europa o la lucha encarnizada por las materias primas. Total, si éramos pocos, ahora toca convivir con el 'pegasus', mientras el coste de la vida sigue subiendo, la inflación se dispara y el gasto de la industria política aumenta sin aparente justificación. Un cóctel propicio para la indigestión de la necesaria salud de la vida pública.