Personajes con historia - Francisco de Orellana

El descubridor del Amazonas


Antonio Pérez Henares - 20/09/2021

En la fachada de la catedral de Quito, muy hermosa por cierto, hay una placa de proclama con mucho y bien fundado orgullo que señala que el Amazonas se descubrió, exploró y se recorrió hasta su desembocadura desde allí, desde Ecuador, nación que pocos relacionan con el rió más caudaloso y la selva virgen más extensa de la Tierra.

Pero es muy cierto. Fue desde aquella gobernación de Quito, dependiente entonces del Perú desde donde salió la expedición que acabaría por dar con el poderoso Amazonas. Iba comandada por el más pequeño, y muy bravo, de los hermanos Pizarro, Gonzalo, que, a la postre, acabaría levantándose, y no sin que le faltaran razones, contra la Corona. 

Pero él no sería el descubridor del gran río, pues ese honor le correspondería a su segundo, Francisco de Orellana. Aunque ni el Pizarro ni él iban a buscarlo. Los españoles seguían intentando dar con las codiciadas especies que no aparecían por ningún lado y su objetivo era llegar «al País de la Canela». Con ella no dieron, pero Orellana sí lo hizo con el río por el que navegó hasta su desembocadura y aportó pruebas al mundo de su existencia e inmensidad. 

El descubridor del AmazonasEl descubridor del AmazonasFrancisco de Orellana había tenido que ver con los Pizarro desde niño. No solo eran todos de la misma ciudad extremeña de Trujillo, sino que tenían parentesco aunque algo lejano tanto con Francisco el bastardo y conquistador del imperio Inca como con los hijos legítimos encabezados por Hernando. Y el más parejo en edad y con quien había jugado por la calles y los campos trujillanos, era Gonzalo, que había nacido tan solo un año antes y a quien fueron a parirlo en el año 1511.

Fue aquella amistad y parentesco la causa, alentada por la irresistible atracción de las Indias, sobre todo en quienes buscaban escapar de las penurias y lograr gloria y fortuna, de que participara con ellos en la conquista del Perú, donde destacó por su valor, lealtad y prudencia. Este último rasgo de su carácter hizo que la parte del cuantioso botín que le tocó en el reparto no lo despilfarrara ni volviera a España a exhibirlo como casi todos sino que supo guardarlo y hasta sacarle fruto, convirtiéndose en uno de los conquistadores más ricos de la época. Su valor le costó perder un ojo en la toma de Puerto Viejo (1535) y su tino en fundar al fin y en el sitio adecuado la ciudad de Guayaquil (Santiago de Guayaquil) en 1537 que había sido destruida por lo indígenas. 

Su lealtad con los Pizarro la demostró siéndoles fiel en su disputa con Almagro y a pesar de su primera derrota en Abencay en el Cuzco, por la traición del lugarteniente de su tropa Pedro de Lerma y la prisión de Hernando y Gonzalo y Alonso de Alvarado. Este último logró fugarse y Almagro aceptó un gran rescate en oro por los otros dos. Fue un gran error para él. Liberados y reforzados por una tropa enviada desde Lima por Francisco Pizarro en la que iba Orellana, la revancha llegó en las Salinas, en abril de 1538, donde los almagristas fueron derrotados, Lerma y otros cabecillas muertos y Diego de Almagro apresado y, tras un juicio de tres meses, ejecutado. Sus partidarios iniciaron tras ello una guerra civil de 15 años de duración en la que murió asesinado Francisco Pizarro (1541).

El descubridor del AmazonasEl descubridor del AmazonasFrancisco de Orellana fue enviado al norte, al actual Ecuador y nombrado Teniente de Gobernador de Guayaquil (1538), cargo que ejercía cuando Gonzalo de Pizarro fue encumbrado como gobernador en Quito en 1540, tras haber sido conquistado años antes por Sebastián de Benalcázar y que llegó con la misión de realizar una expedición hacia las selvas del interior, hacia el Oriente en busca de dos mitos, que entonces se tenían por cercanas realidades, el Dorado y el País de la Canela.

Gonzalo de Pizarro partió en febrero de la pequeña población vecina a Quito, de Guapulo -donde, por cierto, está ahora la espléndida residencia de la Embajada Española- al frente de un tropa numerosa, bien pertrechada y avituallada, compuesta por unos 200 españoles a caballo y numerosos perros, apoyada por 4.000 indios con toda la impedimenta compuesta esencialmente de una «despensa viva», pues llevaban con ellos reatas y piaras con centenares y acaso millares de cerdos para su manutención. Orellana, pagando una tropa de su propio bolsillo, ahí comenzó a gastarse su «tesoro» pues le costó 40.000 pesos en oro, se unió, con 23 de a caballo, a ella en marzo tras darles alcance y se convirtió en el segundo al mando.

El camino estaba siendo muy penoso. Primero, soportaron gran frío y mal de altura al tener que atravesar el Ande y luego se metieron en el infierno verde de las selvas cada vez más asfixiantes según iban descendiendo. Las provisiones se fueron agotando rápidamente y las enfermedades haciendo estragos cuando, casi un año después llegaron, sin haber hallado nada de lo buscado, y sin tan siquiera dar con lugares habitados, sino rodeados de la maraña verde y casi impenetrable de la selva, a las orillas del río Coca.

Hoy se le levanta allí la ciudad Puerto Francisco de Orellana, en la actual provincia también bautizada como de Orellana, aunque lo cierto es que como las gentes conocen a la ciudad es como Coca y así figura hasta en los luminosos de su aeropuerto. 

Al llegar al lugar quedaban ya poco más de 140 españoles de los 220 que habían partido y solo 1.000 indios de los 4.000 que comenzaron la marcha. 

Aguas abajo

Decidieron construir un bergantín, el San Pedro, para trasladar en él a los más perjudicados y los suministros. Iría aguas abajo mientras que el resto procuraría seguir la ruta por la orilla. Así llegaron al río Napo y por el siguieron descendiendo hasta su confluencia con el Aguarico donde, sin poder conseguir comida alguna, tan solo algún pescado, se encontraron ya con las provisiones agotadas.

Gonzalo de Pizarro ordenó entonces a Orellana que con 56 hombres, bien armados con arcabuces y ballestas, descendieran en busca de poblados y comida. Y que en 15 días regresaran. La barcaza, de bergantín tenía poco, se metió en la cada vez más poderosa corriente y velozmente fue descendiendo río abajo. Una semana después resultaba evidente que iba a ser imposible remontar.

Orellana atracó y esperó a Pizarro pero de este no había señal alguna. Pidió voluntarios para que fueran por la orilla a su encuentro, seis al menos, pero solo se ofrecieron tres, y el resto acabó por convencer a su jefe de algo de lo que él ya estaba persuadido: que lo mejor era continuar río abajo y salir al mar. En la nao viajaban dos frailes, un mercedario y un dominico, Gaspar Carvajal, quien fue anotándolo todo, incluidos los nombres de todos ellos, excepto la de dos negros que también participaron en la gesta. 

La Relación de Carvajal dice que llegaron a la confluencia con el río Cururay el 2 de febrero encontrando un asentamiento indígena.  Los Irimaes eran pacíficos y les dieron comida pero, por la turbulencia de las aguas, perdieron durante dos días dos canoas con 11 tripulantes que, una vez encontrados, prosiguieron. Orellana ordenó navegar en zig zag dando bordos de orilla a orilla. Pasaron por nuevos asentamiento de indios amistosos que se acercaron en sus canoas y con los que intercambiaron baratijas por provisiones. El cauce era cada vez mas ancho con la afluencia de diversos ríos que iban vertiendo en él y, finalmente, desembocaron en el inmenso Amazonas (12 de febrero), al que llamaron, en principio, Marañón, que más bien les pareció un mar sino fuera por no tener sal sus aguas.

En ocasiones, ya no distinguen ni siquiera la otra orilla. Cualquiera de sus afluentes es más grande que el más grande río de España. Están sobrecogidos por la grandiosidad, el verdor, la inabarcable selva pero han de conseguir algo más de comida que los pocos peces que pueden pescar. Pero solo pensaban en el hambre que tenían.

Llegaron al poblado del cacique Aparia, quien les recibió bien y llamó a otros caciques de poblados cercanos para que vinieran a verlos. Decidió allí Orellana la construcción de otro barco. Cortaron la madera precisa y montaron una fragua para poder fabricar hierros y clavos. Otros prepararon estopa con algodón y resina para calafatear y acabaron una nao mejor que la que llevaban.

Zarparon río abajo y volvieron a la penalidad. La amabilidad de los indígenas se tornó en hostilidad. 

Cuando agotados y hambrientos llegaron el 12 de mayo a los dominios del cacique Machiparo hubieron de ganar los alimentos con la espada y con 18 españoles heridos, uno de ellos de muerte. Solo pudieron usar las ballestas porque la pólvora, mojada, impedía disparar. Los acosaron hasta que una saeta acabó con el jefe indio y las canoas dieron la vuelta. Entonces, ellos asaltaron un poblado en la ribera, lo tomaron, comieron y durmieron. Volvieron a embarcar y llegaron a los dominios del siguiente cacique Paguana a cuyos poblados atacaron. Alcanzaron las juntas con el río Negro, al que Orellana bautizo así por el color de sus aguas, y prosiguieron viaje yendo de pueblo en pueblo, desembarcando y consiguiendo comida por las buenas o por las malas.

En tierra hostil

El día 7 de junio salieron contra ellos muchos indios que en plena noche intentaron abordarles. Fue el preludio de continuos ataques que no cesaban ni ellos tampoco en su necesidad de encontrar sustento. Una semana después lograron asaltar otro poblado y abastecerse. Fue cuando se toparon con la mujeres guerreras, las amazonas. Varios españoles fueron heridos, uno de ellos el cronista dominico Carvajal, que hubiera muerto a no ser por lo grueso de sus hábitos que lo protegió de sus dardos pero que no le salvaron el ojo, que perdió uniéndose a Orellana en su tuertez.

Las amazonas fueron después motivo de incredulidad y burla y los eruditos se mofaron y siguen haciéndolo hoy, pero Carvajal, al que ellas le quebraron un ojo, las describió con precisión y sin lugar a dudas aquel encuentro: «Estas mujeres son muy blancas y altas y tienen el cabello muy largo, trenzado y enrollado sobre la cabeza, y son muy robustas y van desnudas pero con las partes íntimas cubiertas». Y añade: «nosotros mismos las vimos luchando delante de los hombres indios y ellas luchaban con tanto valor que los indios no se atrevían a huir». 

Aquello sucedió en la mañana del 24 de junio, día de San Juan. Ante aquellas mujeres del Amazonas altas y vigorosas que disparaban sus arcos con destreza, creyeron estar soñando pero en la refriega consiguieron apresar a uno de los hombres que las acompañaban y les contó que ellas dominaban sobre ellos, tenían una reina que se llamaba Coñori y poseían grandes riquezas. 

Maravilladas las gentes de Orellana comenzaron a llamar al río el de las Amazonas, que al final se impuso sobre todos los demás. Prosiguieron río abajo y la muerte de otro expedicionario a causa de una flecha envenenada hizo que Orellana recalara en una isla en medio de la corriente y levantara con madera, las bordas de las naos, como barrera defensiva aunque no pudo evitar que otro de sus hombres muriera de la misma manera que el anterior. 

Entonces acaeció la buena nueva. Los que sabían de mares percibieron el efecto de las mareas y supieron que el océano estaba cerca. Tras ello, evitaron ya cualquier enfrentamiento pero tuvieron que soportar uno muy duro que estuvo a punto de hacerlos sucumbir, pues aprovechando la bajada de las aguas vinieron en gran número sobre los barcos y solo la pericia y rapidez en conseguir que volvieran a dar con fondo de agua y navegar los salvó. 

Se habían quedado ya del todo si vituallas pero la fortuna les trajo un tapir muerto que flotaba en la corriente. Se lo comieron. Pero los barcos estaban al borde de zozobrar y hubieron de atracar para repararlos, algo que les demoró medio mes hasta conseguir que pudieran volver a navegar. 

Era ya agosto cuando alcanzaron la desembocadura (día 26). Salieron a mar abierto, navegaron los dos barcos cuatro días juntos y al quinto se perdieron de vista. La Victoria, en la que iba Orellana, costeó por el Golfo de Paria (actual Venezuela) hasta volver a dar con el San Pedro, que había llegado días antes a la isla de Cubagua el 11 de septiembre de 1542. Habían recorrido en siete meses una distancia de 4.800 kilómetros.

Gonzalo de Pizarro también había logrado regresar a Quito. Lo suyo fue otra increíble hazaña. Tras comerse todos sus caballos, casi desnudos y exhaustos solo 80 llegaron a culminar el infernal camino de regreso. El último en perecer lo hizo al remontar el repecho final desde donde se divisaba ya la ciudad. Venían tan destruidos que las mujeres quiteñas para que no sintieran la vergüenza de sus desnudez cerraron sus ventanas a su paso. El pequeño de los Pizarro, airado, escribió a la Corte acusando a Orellana de abandono y traición. Pero Orellana se dirigió a España y expuso sus razones y peripecia al rey. 

El monarca lo excusó y, aunque volvió a poner en cuestión los limites pactados con Portugal, le nombró Gobernador de aquellas tierras y desembocaduras y le dio placet de vuelta y que tomara posesión del lugar. 

El regreso del guerrero

Los portugueses, pues había recalado a su llegada en Lisboa, le habían ofrecido pertrechar una expedición bajo bandera lusa pero él se mantuvo leal a Castilla y lo rechazó. La Corona española le dio el título, las ordenes pero no medios para llevarlas a cabo. Gastó entonces lo poco que le quedaba, se endeudó y a duras penas consiguió fletar algunos pobres navíos. En ellos, embarcó con su joven esposa con quien acababa de casarse, Ana de Ayala, joven de origen humilde, hermosa de rostro y de gran entereza que lo acompañaría hasta el final de sus días.

Zarparon de Cádiz, pero fueron detenidos en Sanlúcar porque iban demasiados no castellanos embarcados y eso incumplía la ley. Lograron burlar el trámite y hacerse a mar abierto el 11 de mayo de 1545 pero todo empezó a torcerse nada más comenzar la singladura. Una nao se perdió antes de alcanzar Cabo Verde, otra, en el Atlántico y una tercera hubo de ser abandonada nada más llegar a la desembocadura del Amazonas.

Desembarcaron poco antes de las Navidades. Orellana se internó en el río tras construir un barco fluvial. El hambre y la enfermedad hicieron estragos en el campamento, que Orellana encontró vacío a su regreso. Los que allí habían quedado, desesperados por el hambre, habían construido otro barco y llegado a una isla donde encontraron indios que les dieron de comer. De allí partieron, al no tener señales de Orellana, hacia el mar Caribe arribando a la isla Margarita, en la actual Venezuela.

Mientras, la suerte había acabado para el descubridor del Amazonas. En su intento por encontrar su canal principal y comenzar a remontarlo fueron atacados por los temibles indios caribes que utilizaban flechas venenosas. Diecisiete hombres murieron y el propio Orellana, aunque sobrevivió unos días, acabó por fallecer también en noviembre de 1546. 

Los supervivientes de su grupo consiguieron alcanzar también Margarita donde se encontraron con los demás entre ellos la mujer de Orellana. De los 300 que partieron solo quedaban 44 y tuvieron al cabo la fortuna de ser rescatados por un barco español que les avistó en la playa. Ana de Ayala se casó con otro superviviente, Juan de Peñalosa, con el que vivió hasta su muerte en Panamá. Los huesos de Orellana reposan en algún bajío en las orillas del Amazonas. Sin duda, en el mejor lugar donde pudieran estar.