Escribir para liberar la mente

A.M.
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El historiador Eduardo Juárez narra su experiencia durante 21 días hospitalizado por covid-19, donde llegó a estar desahuciado, como terapia y para que se conozca la dimensión de la pandemia

El historiador Eduardo Juárez en una foto reciente - Foto: Rosa Blanco

rases como las de «un canto a la vida retorcida por la peste» o  «un canto a la felicidad de estar vivo y a la obligación de contar lo vivido» son las que utiliza el escritor e historiador Eduardo Juárez, para definir su nuevo libro, en este caso alejado de su ámbito científico y de investigador, sino como paciente: 'Diario de un cronista apestado', que acaba de salir a las librerías. 

Tras 21 días ingresado en el Complejo Hospitalario, de donde salió el 7 de abril de 2020, incluidos tres en la UCIextendida que se habilitó en la cafetería, que define como un hospital de campaña en plena guerra, en un jergón, procedente de algún donativo, ni siquiera una cama articulada, y con 18 pacientes colocados en círculo, alguno de los cuales vio cómo acababan sus días,  a este historiador profesor de las universidades Carlos III y UNED, entre otras, no se le escapaba la idea de que «iba a morir en cualquier momento». 

Hablamos de algunos de los peores días de la pandemia, donde reinaba la confusión por un virus que desconocían los sanitarios,  del que también se contagiaban,  y contra el que no había remedio.  Aún a día de hoy se habla de que saldrán ahora retrovirales, aunque las vacunas surgieron con más agilidad. A la historia de este cronista oficial del Real Sitio de SanIldefonso se le puede considerar como el guión de un documental de terror.

Contagiado por la covid-19 a menos de un mes de cumplir los 52 años, quien se licenció en Historia Antigua e Historia medieval por la Universidad Autónoma de Madrid, en 1991, un hombre vitalista  –en el sentido de la filosofía de Nietzsche–, era ingresado en la cuarta planta del hospital, donde se le llegó a desahuciar, como reconoce, cuando le fueron a visitar en dos ocasiones médicos de la UCI, por si podían encontrar indicios de recuperación en la unidad de críticos. 

¿Por qué contarlo?. Juárez ha explicado sus motivos, primero, «limpiar mi mente de esos recuerdos tremendos, sacarlos», y presentar la realidad cruda y dura a quien no ha pasado la enfermedad «y no comprende la magnitud del esfuerzo de todos los que estuvieron implicados en que yo, y tantos otros, pudiéramos salir por nuestro pie, llegar a nuestra casa y tener otra vida, una oportunidad más...», admite.   

Juárez  confiesa que, desde niño, tiene una confianza ciega en la ciencia, «asumo el poder de la razón,  soy más tomista [escuela filosófica y teológica] que Santo Tomás de Aquino, a pesar de ello tenía la sensación de que no había recursos para atacar eso de una forma evidente, conmigo probaron de todo, antibióticos, antivirales, ni siquiera las enfermeras sabían lo que me ponían, la indefinición en la que te mueves en esas circunstancias es tremenda, no saben cómo atacarlo, pensaba que tenía que seguir confiando en ellos [en los médicos], al final la confianza me sacó adelante». 

Estando en la planta conoció el sonido de la muerte: «en la habitación de al lado había un matrimonio, falleció uno de los dos y se escuchaban gritos y lloros». Luego fue testigo de enfermos que querían escapar o alguno hasta lanzarse por la ventana, como un hombre de unos ochenta años, por lo que tuvieron que quitar el picaporte para que no pudiera abrirla. También en aquella cafetería reconvertida fue testigo de cómo «la señora Pilar, cuando tenía un segundo de lucidez, se salía de la cama y había que placarla». No quiso preguntar qué paso con ella.  El ambiente estaba invadido del ruido permanente del oxígeno y el agua burbujeando. 

Estabilizado en la gravedad le bajaron a la UCI extendida donde aún iban pacientes que tenían alguna posibilidad de salir, porque en la que se instaló en otras áreas como el gimnasio de rehabilitación iba destinada a quien ya carecía de remedio. Con la sensación de ver si tenía suerte, Juárez permaneció tres días en el área de cafetería: «Cuando mi cuerpo vio el panorama dijo que había que salir de ahí, como me decía el doctor Gallardo, un joven neumólogo, después de una guerra, lo peor es esto». 

Fue precisamente este facultativo quien fabricó un artilugio que le salvó la vida, una especia de casco con tubos para poder ventilar y expulsar el CO2. Allí lo que le sobrecogía, aparte de ver fallacer a sus compañeros de espacio, era no poder ayudarles, por ejemplo a comer, imprescindible para fortalecer el cuerpo, a pesar de que no les entraba la comida. Sin embargo, relata que «dos catres más allá estaba la señora Concha, que luego me enteré que falleció, me quería levantar para darle de comer, porque los sanitarios no daban abasto, pero me sentaba en la cama y aguantaba cinco segundos». 

El mensaje final del autor de la crónica que nunca hubiera querido escribir es que hay que creer en la humanidad: «Salí completamente convencido de la grandeza del ser humano, en el sacrificio, en los sanitarios, chicas y chicos, que abrían la puerta y entraban en mi habitación sin ninguna seguridad de que lo que llevaban puesto les protegía del virus, por menos de mil pavos al mes, ya no es un compromiso con el sistema sanitario ni con el trabajo sino con la humanidad;  en segundo lugar la capacidad del ser humano para sobrevivir». 

Con fe ciega en el esfuerzo colectivo, dentro de una sociedad de individualismos, ha recuperado su actividad normal, incluso mayor que antes de la pandemia, pero deja tiempo para pasear con los amigos. Todo va más pausado. Incluso el año pasado, se hizo más de 3.000 kilómetros y coronó los picos cercanos de la Sierra de Gudarrama, eso sí «siendo veterano de coronavirus», aunque a 2.000 metros de altura le costaba andar,  pero eso le ocurre al más sano...