Asesinato intensivo

José María Rodríguez (EFE)
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Iván Ramírez envenenó durante meses con talio radiactivo a su esposa Laura, que defendió su inocencia hasta su muerte

Frío y calculador. Los agentes y el fiscal recuerdan al condenado como una persona sin emociones que desarrolló el asesinato con temple y paciencia. - Foto: Elvira Urquijo A.

Laura Aróstegui confiaba en su marido, enfermero como ella. Puede que su matrimonio no pasara por su mejor momento, pero consideraba a Iván Ramírez un profesional de primera, una garantía ante los repetidos e inexplicables achaques que estaban poniendo en peligro su vida en el Hospital Insular de Gran Canaria, hasta el punto de que amenazó con denunciar a quien volviera a insinuar que su esposo la envenenaba. Esta historia comienza a principios de 2010, cuando Iván empezó a suministrar a su esposa talio radiactivo, un metal pesado altamente tóxico, quizás disimulado en los zumos que le hacía a diario, aunque eso nunca se llegó a averiguar.

Como tampoco se supo de dónde lo sacó, puede que de una transacción clandestina en internet o de una partida olvidada en alguna clínica, porque antaño se usaba como contraste en diagnósticos.

Y acaba el 30 de septiembre de 2015, cuando el Supremo dictó la tercera y definitiva sentencia del caso: 23 años de cárcel para Iván Ramírez por asesinar a su esposa cuando más confiaba en sus cuidados, sin posibilidad de defensa y ensañándose, con combinaciones de fármacos contraindicados que le hicieron pasar un calvario de ingresos hospitalarios.

Unas fotos familiares. Son las que mostró al jurado el criminal para argumentar sus momentos más felices.Unas fotos familiares. Son las que mostró al jurado el criminal para argumentar sus momentos más felices. - Foto: Elvira Urquijo A.Pero no ha terminado del todo, si es que alguna vez las heridas como esta se cierran del todo para los seres queridos que la víctima dejó atrás, en este caso sus padres y el niño que tuvo con Iván. Laura Aróstegui González fue asesinada por su marido, al que procesó un Juzgado de Violencia contra la Mujer, acusó la fiscal de Violencia Machista y tres tribunales condenaron con la agravante de parentesco.

Fue una víctima más de la violencia machista. Le correspondería el número 513 en España desde que hay registros por la fecha de su muerte (11/7/2010), el 40 en el año 2010, pero Laura no aparece en la lista. Su caso era dudoso cuando se abrió. Y nunca se enmendó.

 

Que la incineren ya

El 12 de julio de 2010, dos inspectores de Policía acuden al juzgado de guardia en Las Palmas de Gran Canaria ante la declaración que acaba de efectuar una doctora del Hospital Insular. Viene del Instituto de Medicina Legal, de avisar a los forenses. Está convencida de que han matado a una de sus pacientes, una enfermera del hospital Doctor Negrín.

En la puerta, se cruzan con tres hombres enfadados. Uno de ellos masculla: «¡Esto es una puta mierda!» Es Iván Ramírez, que transmite su indignación al primo de Laura, recién llegado desde Andalucía para acompañar a sus tíos, y a un amigo. Está indignado porque el juez no firma el permiso de incineración. Quiere hacerlo cuanto antes por el bien todos, alega, aunque sus suegros insistan en que prefieren llevarse a Laura para enterrarla en su pueblo.

El inspector César Fernández, con 20 años de experiencia en Homicidios, recuerda la escena. «Se paró la incineración en el límite, gracias a esa doctora», reconoce.

La testigo les cuenta que Laura ha sufrido unas crisis de lo más extraña, que ha tenido episodios inexplicables cuanto parecía estar bien, que se ponía a morir  después de que todos sus indicadores eran correctos y parecía que habían dado con el tratamiento adecuado.

Está convencida de que a su paciente la han envenenado. Ella ya sospecha quién ha sido, pero lo primero que recomienda es que se haga una autopsia a fondo no una de trámite.

Y es que el crimen perfecto empieza a desmoronarse. Algunos médicos están tan convencidos de que a Laura la están envenenando en el propio hospital, que le han tomado en vida unas muestras de vello púbico para que las analice el Hospital Militar Gómez Ulla de Madrid. Piensan que algo se les ha pasado por alto. Y aciertan.

Los resultados tardarán unos días en llegar, pero la autopsia ya confirma que probablemente a Laura la han matado. En su estómago hay medicamentos de uso hospitalario que solo se administran por vena. No tiene sentido que estén ahí. Esa misma tarde detienen a Iván.

 

En la estela de Litvinenko

La fiscal jefe de Las Palmas, Beatriz Sánchez, era en aquellos días la especialista en delitos de violencia machista en Gran Canaria. Recuerda a Iván como «un señor muy frío», que no mostró nunca «ni pizca de emoción, ni de enfado, ni de pena», un tipo «racional, con respuestas para todo». «La única vez que estuvo un poco como más apesadumbrado, aunque tampoco es que llorara, fue cuando hicimos la entrada y registro. Yo creo que vio que se le venía el mundo encima y dijo: Ya me han pillado. Pero a partir de ahí... como una pared», relata.

Para empezar, el registro fue fructífero: la casa estaba llena de medicamentos hospitalarios, a un nivel muy por encima incluso de lo que cabría esperar. «Había un arsenal», dice la fiscal. «Cuatro cajas cargadas hasta las trancas. Algo exagerado», corrobora el inspector Félix Ruiz, otro de los instructores del caso en la Policía Judicial.

La sorpresa estaba a punto de llegar: el informe del Gómez Ulla revela que Laura tenía en el organismo niveles anormales de talio. Eso explicaba que la joven estuviera tan decaída y débil cuando parecía sana. También aclaraba por qué se le caída el pelo.

El hallazgo fue tan sorprendente que da nombre al caso, aunque la Audiencia de Las Palmas luego intentara saldar cuentas con la prensa en la sentencia y recordase que, a pesar ese nombre «tan periodístico», a Laura no la mató el talio, sino un envenenamiento sistemático con insulina y medicamentos no pautados por sus médicos o, si lo estaban, había recibido a dosis mucho mayores o en momentos que provocaban efectos contraindicados: barbitúricos, benzodiacepinas y morfina, entre otros.

Pero ese metal pesado da la primera pista definitiva del homicidio. Tanto, que los dos inspectores creen que el caso de Alexander Litvinenko, el exespía ruso al que habían envenenado cuatro años antes en Londres, inspiró a Iván. Lo suyo fue con polonio-210, pero el propio Litvinenko creyó que era talio, un veneno insípido, incoloro, inodoro, muy difícil de detectar, porque se degrada con rapidez.  

Alguien cayó en la cuenta de que en los múltiples ingresos críticos hospitalarios de Laura siempre acababa de recibir una visita en la habitación o la UMI de su marido. Nadie vio a Iván administrar medicamento alguno.

Faltaba el móvil, que nunca se consiguió establecer. Todo lo más, la acusación llegó a sugerir que él se temía que Laura lo iba a dejar y, con ello, iba a perder la custodia de su hijo, al que adoraba.

Sin embargo, Iván siempre se ha declarado inocente. En el juicio, se quejó de haber sufrido un proceso «inquisitorial», un «infierno».

El hombre frío que recuerdan los instructores y la fiscal se dirigió a los jurados entre lágrimas, con una imagen de familia en la playa de tiempos más felices. No le creyeron.