La terraza estaba llena y el dueño del bar nos servía con mil cuidados unas sabrosas navajas. Trabajaba entre alegre, porque los clientes volvían, y agobiado, porque no sabía si por motivos económicos tendría que cerrar una empresa familiar de más de medio siglo. «Aquí llevo trabajando toda mi vida, en el negocio que montó mi abuelo, donde aprendí con mi padre y ahora... He abierto sabiendo que pierdo dinero, pero al menos trabajamos, esperando aguantar hasta que mejoren los tiempos...». El dueño del popular bar Cruz se desesperaba al ver la terraza en la gran plaza donde si las normas se lo hubiesen permitido habría aumentado la clientela. El dolor crecía cuando venían de modo incesante a pedir un puesto y tenía que negárselo. El ayuntamiento no cesaba de enviar agentes -nos hemos acostumbrado a un estado policial- para ver si podían multarle, cuatro revisiones en una semana... «Necesitan recaudar...». ¿Qué daño hacía si aumentaran mesas y sillas? Podría dar más trabajo a sus compañeros. ¿Peligro? Ninguno. Entonces esas normas no tenían sentido.
Las leyes nacionales, la maldita regla -tan molesta a veces- de unos números pensados por rígidos leguleyos y poco adaptadas a la variedad de la vida nos aplastan: porcentajes de aforo: un tercio, la mitad... No se mira, en cambio, lo esencial, que es si se cumplen con la seguridad, la distancia, y no tanto los porcentajes ministeriales. No cesan de normativizar y llenar de complicadísimas reglas o leyes las vidas ajenas, ¿para justificar sus copiosos sueldos? Sufrimos una inundación de prohibiciones que han demostrado cómo el miedo ha vencido a la libertad responsable. En Italia, un país similar al nuestro en lo político y en la catástrofe del coronavirus (compárense, en cambio, nuestros vecinos mediterráneos: Portugal o Grecia) han vomitado quinientas leyes en estos últimos tres meses. No da tiempo ni a saber de su existencia, ¡cuánto más a cumplirlas!
Pero necesitamos ciertas normas para poder vivir en sociedad: conviene aceptar el carril por el que circulamos pues es peligroso marchar por el contrario. No es correcto saltarse los semáforos en rojo pero si uno se estropea resulta estúpido esperar durante horas hasta que lo arreglen solo porque la norma dicta nuestros comportamientos. Como decía Jesús de Nazaret, la ley ha de servir al hombre, y este no de ha de ser su esclavo sino su dueño, utilizándola como un útil.
En la antigua Grecia el mítico y gigantesco Procusto (»el que estira») apresaba a los viajeros y los ataba a una cama de hierro donde si no cabían exactamente los estiraba, descoyuntándolos, y si sobraba el cuerpo, los mutilaba... Teseo le venció y le hizo morir con su propio suplicio, cortando lo que sobraba... Sirva esta leyenda para descubrir el peligro de intentar acomodar todo a las normas, o a estrechas miras...