La política española, lejos de centrarse en resolver los problemas reales de la sociedad, parece abonada cada vez más a la vieja metáfora de la carreta, que cuanto más vacía está, más ruido mete. Porque ruido, y no otra cosa, es lo que se desprende en torno al llamado ‘procés’, la entrega de despachos a los nuevos abogados en Barcelona sin la presencia del rey Felipe VI, la reunión del día de la banderita que protagonizaron días atrás el presidente Pedro Sánchez y la presidenta de Madrid, Díaz Ayuso… Y mientras todo eso sucede, los asuntos capitales van al traqueteo y a su suerte. Mucho de ese ruido también se relaciona con la táctica de la negociación entre bambalinas que hay en torno a los futuros presupuestos del Estado, eso si no se prorrogan por cuarta vez consecutiva los de Cristóbal Montoro, que todo pudiera ser.

Lo triste es que vivimos en un país que, a diferencia de Alemania, reacciona de manera emocional, sin medir claramente las consecuencias, sin anticipación y a golpe de titular. Y esa forma de proceder puede servir en tiempos de cierta bonanza, pero no en los actuales, con una crisis sanitaria sin precedentes y una recesión económica de la que costará años en salir a flote. No parece nada razonable que la visión partidista que aflora en muchos de los movimientos y declaraciones de los políticos prime por encima del consenso, el trabajo en común y la vocación de servicio público que requiere el actual contexto social. Si en este momento, en medio de la segunda oleada, quienes nos representan no están a la altura de las circunstancias, ¿cuándo entonces lo van a estar? Y por supuesto, no todo lo que nos ocurre es imputable a los dirigentes públicos, por la sencilla razón de que estamos ante una alerta que exige también lo mejor de cada uno de nosotros en cuanto a corresponsabilidad y civismo. De esto saldremos, aunque me temo que de nuevo nos quedaremos más con el ruido que con los hechos.