Ha llegado el día. Desde este sábado nos podemos quitar la mascarilla en exteriores. Las miradas de recelo a los montaraces que se desprendían del tapabocas a la menor ocasión ya no irán acompañadas de un sentimiento de culpa por incumplir la norma. Ahora les ampara la ley. En nuestros paseos volveremos a tener que saludar a ese conocido al que hacíamos caso omiso con la excusa de que no le podíamos reconocer por ir tan tapado. Dejaremos también de mirar como las vacas al tren al prójimo hasta darnos cuenta de que no era quien creíamos que era.

El personal se desenmascarilla y el Gobierno espera que esto sirva para que empiece a olvidarse de los indultos a los presos del procès y todos esos líos de la política catalana. Y así va a ser. Más ahora, que la selección ha pasado a octavos tras golear a la todopoderosa Eslovaquia. Si el lunes ganamos a Croacia volverán las banderas a los balcones, pero no como tras el 1-O, sino por esas cosas que solo tiene el fútbol cuando los resultados acompañan.

Lo tiene claro la oposición si cree que el personal se va a acordar de este trágala al que ha sometido Pedro Sánchez a la ciudadanía dentro de un par de años, cuando toque volver a las urnas. Nos volvemos a ver las caras, la vacunación marcha sobre ruedas, Luis Enrique ha ganado un partido en la Eurocopa y ha llegado el veranito. Cuatro motivos con los que fabricar un argumento de esos que tanto gustan en la factoría Redondo & Cía. La maquinaria del ala oeste de la Moncloa tuvo su martes de Dolores el 4 de mayo, con el repaso al que les sometió Ayuso, pero ha recuperado la iniciativa y el control del relato.

La política contemporánea es lo más parecido a una montaña rusa. El que resiste gana. Es cuestión de apretar los dientes, agarrarse fuerte y esperar a que el viento sople a tu favor. Sánchez ha demostrado que es un superviviente y si no que se lo pregunten a Susana Díaz, ¿quién era esa?