Tarde de paraguas. La lluvia empapa las calles mientras Alicia Haguel inspecciona las nuevas telas que acaban de llegar, un amplio abanico de rollos de arpillería, de algodón y de organza que se amontonan en una caótica pirámide de infinidad de colores y texturas. Tiene mucho trabajo. Esta semana ha recibido varios pedidos para un par de bodas. La vida le sonríe. Sus sombreros, trajes y vestidos están suscitando mucho interés y el boca a boca ha generado un aluvión de peticiones que le han empujado a contratar a más personal.
Es metódica, perfeccionista. Jamás ha entregado un encargo fuera de plazo. Si hay que hacer horas extras para cumplir, ella es la primera en dar ejemplo. Su negocio, ubicado en una de las céntricas avenidas de Berlín y que funciona como un reloj suizo, está dividido en dos partes: la primera, en la que se atiende y cuyos laterales poseen dos enormes estanterías de madera que llegan hasta el techo donde se puede contemplar el género; y, justo detrás, se encuentra el taller de costura, al que se accede a través de una pequeña puerta corredera y el lugar donde los bocetos y las ideas de sus clientes se convierten en realidad.
Acaba de dibujar con tiza los patrones de su próxima creación. Con cuidado, Alicia sobrepone la muestra sobre la tela y comienza a cortar, pero pronto se detiene. Un enorme griterío procedente de la calle rompe su concentración. Las máquinas de coser también interrumpen su labor. Varias de las mujeres se asoman por la puerta y contemplan cómo dos soldados nazis se acercan hasta el escaparate y pintan de amarillo una enorme estrella de Israel y la palabra judío sobre el cristal. El miedo hace que algunas de las empleadas vuelvan dentro y se escondan bajo las mesas. Hitler ha llegado al poder hace un par de meses y, con él, comienza una de las etapas más oscuras de la historia de la humanidad.
Pasa el tiempo y sus pedidos caen en picado. Alicia está desesperada, al borde de la depresión. Pese a que ha intentado evitarlo a toda costa, no le ha quedado otra opción que prescindir de casi toda la plantilla. Los impagos a proveedores se han multiplicado y lo que empezó como un pequeño grano de arena se ha transformado en una montaña de enormes dimensiones. Hoy nadie quiere acercarse a su negocio. Quizás algún despistado que desconoce la realidad. El incidente de la pintura les ha marcado como animales. De la misma manera que su fama corrió como la pólvora, su condición de judía provoca que ahora la mayoría evite relacionarse con ella. Es como si de repente tuviera la peste.
Es 9 de noviembre de 1938 y Alicia trabaja ensimismada en el taller de madrugada. Está terminando un sombrero fedora, dando flexibilidad a su ala corta, cuando la quietud de la noche se rompe con el estruendo de los cristales rotos. Un grupo de soldados de las SS acaba de reventar el escaparate de su negocio, acceden con dos imponentes pastores alemanes que no paran de ladrar y es detenida. Cuando la comitiva abandona el local, uno de los uniformados rocía con gasolina las dos estanterías de madera donde se amontona el polvo y buena parte del género. Ya en el exterior, apura con una profunda calada un cigarro y lanza la colilla dentro, donde una repentina y descomunal hoguera devora todo lo que encuentra a su paso, transformando en pocos minutos los sueños en cenizas. El miedo y la rabia se entremezclan a partes iguales.
El vejatorio interrogatorio de la Gestapo es el paso previo al traslado al campo de concentración de Ravensbrück, imposible de olvidar. Los vagones que transportan habitualmente ganado sirven ahora para llevar a los presos en condiciones inhumanas. Casi un centenar en cada uno de ellos, sin ventilación, sin comida, sin espacio y con un cubo de metal que se utiliza como improvisado retrete, que se derrama cada vez que se traza una curva pronunciada. El olor es nauseabundo.
La pesadilla no ha hecho nada más que comenzar. Ubicado en una zona pantanosa a 90 kilómetros de Berlín, el recinto es lo más parecido a la casa de los horrores. Las prisioneras son clasificadas, separando a gitanas, judías, presas políticas y delincuentes comunes. Duchas para desinfectar, cabezas rapadas, pinchazos para eliminar la menstruación... Algunas serán violadas constantemente. Alicia lleva en su mugriento uniforme a rayas el triángulo invertido de color amarillo y un número de identificación, que casi hará que olvide su nombre.
La muerte con su guadaña aparece cada día, se puede sentir su aliento. Las mujeres que no acaban en la cámara de gas, fallecen por tifus, tuberculosis o inanición. Pero lo que más temen son las siniestras prácticas del doctor Gebhardt, capaz de ejecutar los experimentos más dantescos que alguien pueda imaginar. Alicia Haguel fue una de sus últimas cobayas. Este lunes se cumplen 75 años de la liberación de uno de los infiernos nazis: Auschwitz. Su huella permanece intacta para recordar hasta dónde puede llegar la barbarie del ser huma