18 horas que hicieron temblar a España

Leticia Ortiz (SPC)
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La joven democracia nacional fue puesta a prueba hace 40 años, cuando el teniente coronel Tejero lideró un intento de golpe de Estado que acabó fracasando tras la intervención del Rey

Pistola en mano y al grito de «¡Quieto todo el mundo!», el dirigente de la Guardia Civil tomó el mando de la tribuna del Hemiciclo. - Foto: MANUEL HERNANDEZ DE LEON

El reloj marcaba las 18,23 horas de aquel lunes 23 de febrero de 1981 cuando el diputado socialista Manuel Núñez Encabo fue llamado a votar la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, quien iba a sustituir a Adolfo Suárez en la Presidencia del Gobierno, después de que este renunciase al cargo empujado por la pérdida de confianza del Rey, las furibundas críticas de la oposición, la completa fractura de su partido, la UCD, y la situación social y económica del país. Núñez Encabo no llegó a pronunciar su voto. Un fuerte estruendo interrumpió el trámite. Unos 200 guardias civiles, subfusil en mano, habían entrado en el Congreso al mando del teniente coronel Antonio Tejero. Arrancaban las 18 horas que hicieron temblar la joven democracia española.

Algunos diputados piensan, en ese primer momento de desconcierto, que aquello es una operación de ETA, cuyos miembros se habían disfrazado con los uniformes de la Benemérita. Otros, sin embargo, reconocen a Tejero, pues había sido uno de los cabecillas de la llamada Operación Galaxia, una intentona golpista que fue desarticulada en 1978. Al grito de «¡Quieto todo el mundo!» y con la pistola en la mano, el teniente coronel toma el mando desde la tribuna. Solo un diputado le planta cara: el teniente general del Ejército de Tierra y vicepresidente del Ejecutivo, Manuel Gutiérrez Mellado, quien, por rango, ordena deponer en su actitud a los golpistas. Lejos de hacerle caso, el gesto del veterano militar provoca una batería de disparos hacia el techo. «¡Todo el mundo al suelo!», vocifera Tejero. Todos los parlamentarios obedecen excepto tres: el propio Gutiérrez Mellado, el todavía presidente Suárez y el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo, quien luego confesaría que se quedó sentado en su escaño convencido de que le iban a matar de todos modos. 

España, mientras, sigue en directo lo que está ocurriendo a través de la radio, que poco después comenzaría a emitir marchas militares, al ocupar un grupo de guardias las instalaciones del ente público. Ante la falta de información, ya que la televisión también estaba pinchada, cuentan, sobre todo afiliados de la izquierda, que muchos papeles y carnés políticos ardieron en aquellas primeras horas por temor a que volviesen tiempos de represión. 

 

Tanques a la calle

En Valencia, poco antes de las 19,00 horas y siguiendo el plan previsto (según la sentencia del juicio posterior), el capitán general de la III Región Militar, Jaime Milans del Bosch, asume todos los poderes «hasta que se reciban instrucciones del Rey». Poco después sacaría los tanques a la calle, en una de las imágenes más recordadas del 23-F. El resto de dirigentes militares no imita a Milans y aguarda órdenes en sus cuarteles.

Mientras, en el Congreso, hay una calma tensa, con los guardias civiles asegurando que están a la espera de la llegada de «una autoridad militar competente». Nunca nadie aclaró a quién se referían. Suárez, sin embargo, se rebela ante la situación y rompe el silencio del Hemiciclo: «¡Quiero hablar con el que manda la fuerza!». Los asaltantes mandan callar al presidente a gritos y señalando sus metralletas: «¡Se siente, coño! ¡Que se siente!».

Tras el gesto desesperado del abulense, Tejero lo saca a los pasillos, donde mantienen una durísima conversación en la que el teniente coronel llega a amenazar al presidente. No sería el único intento de intimidación de la tarde. Cuando el director general de la Benemérita, el teniente general José Luis Aramburu Topete, llegó al Congreso y ordenó a Tejero deponer su actitud, el golpista le respondió airado: «Yo no obedezco órdenes más que del teniente general Milans y el general Armada, y antes de rendirme a usted primero le pego un tiro y luego me suicido».

Suárez fue apartado definitivamente del Hemiciclo y junto a otros dirigentes como Carillo o el socialista Felipe González fue trasladado al Salón de los relojes, donde pasarían el resto de la noche.

 

Fidelidad a la Constitución

En Zarzuela, mientras, los teléfonos echan humo. El Rey habla con todos los capitanes generales de las regiones militares que, en líneas generales, le muestran su fidelidad a la Corona y a la Constitución, aunque alguno expresa sus dudas, ya que estaban convencidos, porque así se lo habían hecho creer los golpistas (especialmente el general Alfonso Armada, mano derecha del Monarca durante muchos años) que el Congreso se había tomado en nombre de Don Juan Carlos. Se desmarca Milans, como es obvio. Aquellas llamadas, que también tienen como receptores a altos mandos de todos los Ejércitos, desactivan militarmente el golpe. Tejero está prácticamente solo. 

Precisamente Armada intenta llegar a Zarzuela. Era parte del plan. Pero el entonces secretario del Rey, Sabino Fernández Campo, no permite su acceso al Palacio, por lo que el general, con el beneplácito de Milans y de lo que se llamó la trama civil (formada por miembros de la extrema derecha) modifica la hoja de ruta sobre la marcha y acude al Congreso para intentar ofrecer una solución a Tejero: la Operación De Gaulle, es decir, la posibilidad de formar un Gobierno de concentración con políticos de todos los partidos excepto el PCE de Carrillo y con el propio Armada como presidente. La propuesta horroriza a Tejero que sigue pensando que el Rey está de su parte.

Han pasado seis horas del golpe cuando Don Juan Carlos aparece en televisión para situarse contra los golpistas, defender la Constitución, llamar al orden a las fuerzas armadas en su calidad de comandante en jefe y desautorizar a Milans del Bosch. A partir de ese momento, el golpe se da por fracasado.

No sería, sin embargo, hasta el mediodía del 24 de febrero cuando los diputados fueron liberados. España entonces, y solo entonces, pudo por fin respirar en paz.