Vidas nuevas al dejar la celda

Laura Camacho (EFE)
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Presos en acogida intentan recuperar una normalidad sin delincuencia de la mano de voluntarios y centros que trabajan por su reinserción

Vidas nuevas al dejar la celda

Ignacio, Andrea, Juan Ignacio y Antonio no esconden los errores que les han llevado a pasar muchos años en prisión. Ahora, unos en libertad condicional y otros fuera de la celda por unos días, aprenden a reiniciarse en una casa de acogida para ponerse de nuevo en la vida.

Los cuatro tienen más de 50 años y ningún otro lugar en el que vivir mientras disfrutan de un permiso o alcanzan la libertad definitiva, una meta para la que se preparan de la mano de los voluntarios de Pastoral Penitenciaria de la iglesia católica que, además de darles comida y alojamiento, los recuperan para una normalidad sin delincuencia. Es el reto de estos cuatro reos que, a 38 kilómetros de Madrid, en el pueblo de Casarrubuelos, viven en el centro Isla Merced, uno de los 70 que la iglesia tiene por toda España y que se suman a varias decenas de inmuebles de acogida de otras ONG y fundaciones que trabajan en la reinserción.

Porque, como recuerda Asunción Muriel, responsable del Área de Formación de la subdirección general de Tratamiento y Gestión Penitenciaria, alrededor de 900 entidades trabajan en colaboración con Prisiones en programas de rehabilitación impartidos por unos 10.000 voluntarios que desde una década entran en las cárceles españolas. 

De esta red se valen los reclusos que obtienen un permiso y no tienen medios económicos o familiares para acogerlos. Centros como el de Casarrubuelos son los que dan el aval a las direcciones de las prisiones y, con ello, asumen la responsabilidad del interno mientras está fuera de la celda.

misión: OLVIDAR. Es el caso de Andrea, de 52 años y nacionalidad italiana. Le han concedido su segundo permiso de una semana y antes de que acabe el año confía en poder tener el tercer grado. «Hemos pasado por el trance de la cárcel y estamos en un proceso de rehabilitación. Lo primero que tenemos que hacer es olvidarnos de esa experiencia», comenta Ignacio, de 57 años, que ha pasado casi dos décadas en diferentes prisiones y que desde hace casi un año reside en Casarrubuelos.

Él ya está en libertad condicional y en noviembre será libre definitivamente. Reconoce que de la cárcel un preso sale «desubicado» y con un concepto de la calle «confundido», por eso tienen claro que en un futuro quiere ser voluntario para ayudar en este proceso a otros reclusos. Para aterrizar en su nueva realidad, la directora del centro, Susana Cano; la presidenta de la asociación ePyV (entre Pinto y Valdemoro) que lo gestiona, Mari Carmen Guardia; el delegado de Pastoral Penitencia y sacerdote del pueblo, Pablo Morata, o Francisca Valle, una voluntaria de 73 años, arropan a estos residentes en sus rutinas diarias. Aquí ellos son los responsables del mantenimiento de la vivienda y de hacer la comida, pero tienen otras obligaciones como dormir siempre en la vivienda, asistir a los talleres de convivencia, buscar trabajo o recuperar la relación con sus familias.

Unos cinco meses lleva en esta casa Antonio, también italiano y de 64 años. Aspira a volver a su país pronto y reencontrarse con su mujer e hijo. «Yo soy culpable y estoy cumpliendo con lo que hice, eso lo sé, y aquí tengo todo lo que necesito, salvo a mi familia».

Reflexionar sobre lo que les llevó a delinquir y cambiar su planteamiento vital es la principal misión de estos reclusos, el «rodaje hacia una vida normal», resume la directora del centro. «Hay que recuperar valores, su autoestima», añade Mari Carmen Guardia, porque la cárcel «es otro mundo».