Los sueños de Rabie

Nacho Sáez
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El único 'mena' en Segovia se pasó 36 horas en los bajos de un camión para llegar a España. Desde hace un año y cuatro meses vive como menor extranjero no acompañado en el Centro Juan Pablo II, donde aspira a estudiar algún día electromecánica.

Los sueños de Rabie - Foto: Rosa Blanco

Rabie (Oujda, Marruecos, 10 de abril de 2002) no pone problemas a que El Día de Segovia cuente su historia ni a posar para las fotografías, aunque su condición de menor de edad obliga a preservar su identidad. Su historia se encuentra muy alejada de la que los medios de comunicación y la sociedad española han creado en los últimos tiempos en torno a los ‘menas’ (menores extranjeros no acompañados). Estudia cuarto de la ESO en el instituto Mariano Quintanilla, es taekwondista en el club Bekdoosan y tiene decidido que en el futuro se quiere dedicar a la electromecánica. «Se ha formado una imagen errónea de estos chavales. Es el problema de las generalizaciones. La mayoría vienen con la idea de forjarse un futuro en España. De estudiar y trabajar», asegura la directora del Juan Pablo II, Marta Gómez.

Este centro es el de referencia en Segovia para tratar casos como el de Rabie. Cuando identifican a un ‘mena’, la Policía o la Guardia Civil los ponen a disposición de la Junta de Castilla y León, que a su vez los deriva a entidades como el Juan Pablo II. Allí conviven con otros menores que requieren protección, como quienes han sufrido maltrato en sus familias y sus padres tienen retirada su tutela. «‘Menas’ tenemos uno, dos, tres o como mucho cuatro. Ahora sólo está Rabie», indica la directora, que destaca el buen ambiente reinante entre todos.

Los problemas de masificación que padecen en otras ciudades no existen en Segovia, donde el Juan Pablo II atesora capacidad para treinta menores pero nunca llega a estar completo. Con los ‘menas’ los problemas están localizados. «Uno es que llegan sin saber nada de castellano, pero en realidad no pasa nada porque enseguida lo aprenden», explica Gómez. «El otro es más difícil de resolver. Se refiere a los que llegan con 17 años. A algunos no les da tiempo a adaptarse en España cuando ya han cumplido la mayoría de edad y se tienen que buscar la vida. A veces pasa también que no les da tiempo a reunir toda la documentación que se les pide en España y, al hacer los 18 años, no pueden acceder a una serie de derechos, como vivir en pisos tutelados por la Junta hasta los 21», añade.

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Su perfil está bastante definido. Suelen ser hombres, naturales de Marruecos y con edades comprendidas entre los 15 y los 17 años. Rabie encaja, aunque la vida que ha tenido hasta ahora se escapa de los retratos fijos. Nacido en la novena ciudad más grande de Marruecos (Oujda, medio millón de habitantes), tiene cinco hermanas pero él es el mayor de una familia de recursos limitados. «Mi madre no trabaja y mi padre hay épocas que sí y otras que no. Y en Marruecos si eres rico vives bien pero si eres pobre te comes el pescado», apunta sentado en la mesa del comedor de la unidad de convivencia que comparte con cuatro jóvenes en el Juan Pablo II.
Allí también tienen la televisión, unos sofás y la cocina. «Cuando llegan los menores extranjeros, la mayor sorpresa que se llevan tiene que ver con la mejora de su calidad de vida en lo material. Enseguida envían fotos a sus familias», cuenta la directora del centro. Rabie ha pasado de estudiar en aulas con 40 alumnos en su país a hacerlo en clases con cerca de la mitad. En Marruecos madrugaba y tenía que caminar entre 15 y veinte minutos para llegar al colegio. Aparte trabajaba esporádicamente como vendedor de tienda y le gustaba practicar el ‘kyokushinkai’ –un tipo de kárate– y, más tarde, el taekwondo. Pero veía oscuro su futuro. De ahí que un día, junto a otros cuatro amigos, decidiera meterse en los bajos de varios camiones con el objetivo de llegar a Europa. «No he vuelto a saber nada de ellos», reconoce.

El camión en el que se montó él le llevó desde Tánger hasta Algeciras, pero se jugó la vida. Pasó un día y medio ahí abajo sin saber cuál sería el final, aunque afortunadamente fue feliz. Desde Algeciras le trasladaron a un centro para ‘menas’ en Murcia, donde sin embargo se convirtió en testigo de parte de la dura realidad de la inmigración en España. «Allí había muchas personas en la misma situación que yo y era difícil, así que un compatriota marroquí me trajo hasta Segovia», relata. Un año y cuatro meses han pasado desde ese episodio, tiempo en el que ha tenido tiempo de aprender castellano (lo habla con fluidez), de matricularse en el Mariano Quintanilla e incluso de ganar algunas competiciones de taekwondo. Aunque lo suyo es la electromecánica.

Aspira a estudiar este ciclo de Formación Profesional cuando acabe el instituto, donde ha cerrado el primer trimestre con apenas tres asignaturas suspendidas. Le gustan las ciencias aplicadas y se siente muy bien adaptado. «Mucho mejor que en Marruecos», señala.

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A las ocho y veinte de la mañana comienza cada días las clases, que se prolongan hasta más allá de las dos de la tarde. Después regresa para comer al Juan Pablo II, donde de cuatro a cinco se dedica a estudiar: «Aunque si me tengo que quedar más tiempo lo hago». Después, los lunes, martes, miércoles y jueves tiene los entrenamientos de taekwondo en el Bekdoosan. Al concluir regresa al centro y pronto se marcha a su habitación a dormir.

En sus sueños anhela el momento de empezar a trabajar y poder enviar dinero a su familia, el objetivo que le trajo a España. Con ellos habla a través de ‘whatsapp’. «Ahora están contentos porque saben que estoy bien», revela. Mientras, también practica su fe en la Mezquita de San Lorenzo, adonde suele acudir todos los viernes. Las partidas a la ‘play’ y el fútbol completan el paisaje de su vida en España.

«Llegan con una imagen errónea porque creen que aquí las oportunidades están en todos los sitios, pero con apoyo y si vienen con menos edad, las perspectivas de que salgan adelante son buenas», concluye la directora del Centro Juan Pablo II.