España no es una Fiesta Nacional

Carlos Dávila
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El presidente Sánchez ha convertido el país en un 'antro' de la mentira y está desmantelando, una a una, las eficaces instituciones que dibujó la Transición

Imagen de archivo en la que Pedro Sánchez saluda a los Reyes junto a su esposa, en el Día de la Hispanidad. - Foto: EFE

Pocas veces -quizá nunca- se celebrará un 12 de octubre más sombrío, más atizado por la incertidumbre, que el de este año, el de este lunes para el que se espera en Madrid, encima de todas las desdichas, un tiempo casi invernal. La Plaza de la Armería, el gran respiradero del Palacio Real, es el lugar preparado para festejar una efémeride, la Fiesta Nacional, sobre la que se han escuchado estos días las más brutales descalificaciones, movidas unas por el rencor y, otras, las más, sencillamente, por el analfabetismo. Podemos se ha alineado sin ambages con el indigenismo menos culto venido de las Américas, y plantará al Rey porque, según la doctrina que vierte uno de sus ídolos, el insoportable leninista mexicano López Obrador: «Aún está pendiente el perdón que nos debe pedir España por el genocidio que cometió desde Colón a estas fechas». Esta miserable sentencia del presidente mexicano no tiene un solo asiento histórico o moral, por ello, no hay que entrar en ese debate; solo vale la pena recordar aquella anécdota que protagonizó el liberal Salvador de Madariaga cuando, en plenas Cortes de la República, respondió a un indocto diputado socialista que quiso denunciar precisamente la actuación de los colonizadores españoles tras el Descubrimiento. Madariaga, orador ilustre y ácido contertulio le contestó así: «Pues quizá los genocidas serían sus antepasados porque los míos se quedaron aquí». López y Obrador no son unos apellidos nacidos precisamente a la vera misma de las Pirámides de Teotihuacán.

Es estupendo, celebrar, desde luego, que los miembros leninistas del Gobierno, estos mismos que tan chuscamente entienden la Historia de España, no asistan a esta Fiesta devaluada por la maldita COVID-19. 

Iglesias no le podría aguantar la mirada al Rey. ¡Qué espectáculo cutre el del vicepresidente vestido para la ocasión como si retozara en una comida campestre en las cercanías de su palacete de Galapagar junto a las vacas del ganadero Victorino Martín! Nunca se sentiría muy cómodo al lado de un Rey al que él y su cuadrilla, vienen denostando con la furia de los ágrafos desde hace tiempo. A otro parlamentario de esta facción comunista le he escuchado también en estas fechas afirmar que la Fiesta Nacional es un residuo sólido del franquismo más procaz. ¡Qué descubrimiento!, ¡qué barbarie cerebral! Resulta que esta Fiesta fue instituida en 1918 por Alfonso XIII y se denominó entonces «Día de la Hispanidad y de la Raza». Franco, el general autócrata, respetó el día porque era rememoración de aquel 12 de octubre de 1492, cuando el pobre Colón, al que ahora se le tilda de asesino o, en el colmo de la idiocia historiográfica, catalán, tuvo la penosa ocurrencia de descubrir una isla del Caribe a la que llamó, para mayor irritación de los barreneros de este momento, La Española.

La República, mal que bien, se avinó a celebrar aquel recuerdo, y ya en la verdadera democracia de nuestra Transición, en 1982, se recuperó su entidad llamándola, ciertamente con un tonillo algo imperialista que ahora sería descartado: «Día de España y la Hispanidad». Pero la Ley 15/1987, o sea el Gobierno socialista de Felipe González, se sumó a las iniciativas precedentes y justificó la Fiesta de esta guisa: «tiene como finalidad recordar solemnemente los diferentes momentos de la Historia colectiva que forman parte del patrimonio histórico, cultural y social común». Y eso, naturalmente eso, es lo que deberíamos conmemorar el próximo lunes. Pero la España de hoy mismo, octubre de 2020, no es precisamente una fiesta. 

Tampoco, siquiera, merece el adjetivo de «nacional» porque, dos de sus territorios, Cataluña y el País Vasco, que tanto contribuyeron con sus hombres a las gestas de la colonización, se han rebajado de la patria común. Con ambos se da el pico nuestro presidente del Gobierno. Con los primeros, al borde mismo de la secesión violenta (escribo violenta y no descuento un ápice del tratamiento) negocia Sánchez prometiendo tres dádivas a sus conmilitones: negociación para un referéndum inevitable, indultos generalizados a los reos de sedición y tratamiento económico especialmente favorable. Y, sobre todas las cosas, reforma de la Constitución para que ésta recoja la libre autodeterminación de los pueblos de la Península Ibérica, según rezaba el primer borrador del actual Estatuto de Autonomía que, gracias a la providencia y a unos magistrados sensatos, no quiso digerir como válido el Tribunal Constitucional.

A los segundos, que tampoco estarán la próxima semana en la Armería, Sánchez les ha ofrecido, gol a gol, todos los parabienes posibles, de tal modo que según suele decir el que va a ser presidente del Partido Popular Vasco, Carlos Iturgaiz: «Un día van a tener todo lo que han deseado y entonces dirán: ¿qué c… hacemos en España». 

Por ahora, Sánchez se ha limitado a acercar presos sanguinarios a las cárceles autonómicas de las que, en poco tiempo saldrán uno a uno para ser homenajeados en sus pueblos natales. También, y de esto nadie se quiere enterar, se ha comprometido con los confiscadores del PNV, a apoyar el bodrio en forma de nuevo Estatuto que recoge, entre otras lindezas, ninguna relación con el Estado de origen: España. Y, por cierto, un legajo infame que inscribe al Condado de Treviño entre las posesiones de la inexistente Euskal Herria.

Se desmantela así una nación hipermilenaria que, a trancas y barrancas, celebra una Fiesta que no goza del menor interés para nuestros gobernantes, y que resulta un mero trámite para el mandatario del país. 

 

Penúltima

El presidente Sánchez ha convertido España en el antro de la mentira y está desmantelando, una a una, las eficaces instituciones que dibujó la Transición. El Rey es instrumentalizado y, después de someterle hace 15 días a la humillación de prohibirle viajar a Barcelona, ha tenido que transigir con visitar al alimón con el «líder mundial», tal y como él se representa, la Ciudad Condal para una cuchufleta improvisada que se hace llamar New Economy WeeK, o sea, un debate sobre el futuro del ladrillo. Aún se podría escribir más de esa triste España en descomposición que festeja no sé si la última celebración patriótica de su dilatada historia. Decía a este respecto un exministro de Defensa del PP: «Si no es la última, siendo muy optimistas será la penúltima porque… a eso vamos». En estas circunstancias, ¿cómo decir que España es una Fiesta? Duele escribirlo, no lo es: es el funeral de una patria antes unida y ahora destrozada por la incuria de unos empecinados que se disponen a volarla partido a partido, a trozos, de forma inmisericorde. Ya está.