La ermita de San Julián pasa a la 'Lista Roja'

D.S.
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La ermita de San Julián, en término de Castrillo de Sepúlveda (Segovia), del siglo XI, dentro del Parque del Duratón, ha sido incluida en la Lista Roja del Patrimonio Cultural que edita la organización estatal Hispania Nostra.

Restos de la ermita de San Julián, en Castrillo de Sepúlveda - Foto: D.S

A solicitud de Carmen de Pablos Martín,  que estudia las ruinas de edificios religiosos en nuestra provincia, Hispania Nostra ha incluido en la Lista Roja esta ermita sepulvedana dentro del apartado de patrimonio religiosos. Esta iglesia pudo estar asociada en la Edad Media a un núcleo eremítico dependiente de San Frutos del Duratón, pues parecen se contemporáneas (siglo XI) y en las inmediaciones se han encontrado numerosas cuevas que podrían haber sido utilizadas para tal fin. Muy cerca se conserva un silo o pozo de nieve que debió ser de uso habitual en el poblado que presidía, la Hoz de San Julián. Esta ermita habría sido la iglesia del citado despoblado medieval, desaparecido durante la Edad Moderna, aunque sus restos se conservaron hasta el siglo XX y aún hoy hay señales de su existencia.
La Hoz de San Julián fue yacimiento arqueológico, donde se hallaron vestigios desde la Edad del Bronce. Muy cerca, se conservan pinturas rupestres en cuevas. Del edificio se conservan tres de sus paredes, el arco de ingreso, el acceso a una pequeña cripta y el presbiterio, realizado en sillería. El ábside fue desmontado y los capiteles pasaron a manos privadas. Conserva numerosas marcas de cantería comunes al románico sepulvedano. No tiene techumbre.

 

A continuaciópn reproducimos un artículo de Carmen de Pablos,  resumen de uno de mis libros ('Paisajes menores'), donde aparece un capítulo dedicado a dicha ermita.

 

El paisaje, la belleza de la naturaleza, es en realidad un producto de la inteligencia humana, del pensamiento del hombre (…). Es un libro infinito, un palimpsesto que recuerda la historia de milenios.

Giulio Argan

 

Posiblemente el historiador Guilio Argan quería verbalizar que el paisaje, ese fenómeno dinámico, en constante evolución, produce un disfrute o un rechazo dependiendo de la perspectiva, la cultura, la personalidad, en definitiva, de la forma de acercarse a él.

A mí siempre me han atraído los paisajes con viejas ermitas en ruinas. Es curioso. Casi siempre hay una en un enclave asombroso; es como si el templo diera un toque humano a un entorno natural ya de por sí seductor. La provincia de Segovia es rica en ermitas; casi trecientas pueblan su paisaje. Muchas han llegado hasta nuestros días y siguen protagonizando visitas, plegarias o romerías; otras, sin embargo, han ido declinando con el paso del tiempo y, perdida la razón por la que fueron construidas, siguen avanzando en la ruina más desoladora. De ellas, hay ermitas visibles y también invisibles: están allí, ignoradas, mimetizadas en su espacio, esperando lentamente el final. Son ya parte del entorno, como la de San Julián, o lo que queda de ella, que contempla el paso del tiempo, no lejos de la villa de Sepúlveda, desde sus cien metros de altura, en el cañón. Tan cerca y sin embargo tan lejos.

San Julián bebe de la magia del Duratón; su patria, en su tramo sepulvedano, acoge hoces de grandes cortados y meandros casi imposibles, una importante fauna local, rapaces surcando el cielo y un silencio a veces abrumador. En este marco incomparable, entre el puente de Talcano, a los pies de Sepúlveda, y el puente de Villaseca, el río discurre muy encañonado y empieza a mostrar su hechizo: enormes farallones cársticos acompañan el serpenteo del agua y conforman verdaderas plataformas en su parte superior, como “penínsulas” colgadas, abocadas al abismo del precipicio. No es éste el Duratón magnífico del priorato de San Frutos o del Monasterio de la Hoz, que ha dado al río su fama innegable; es un Duratón distinto, genuino, más humilde: Arriba, en la paramera caliza, pobre y pedregosa, escondida, casi invisible a la vista del caminante y virtualmente colgada de la alargada plataforma rocosa que configura una hoz en uno de los meandros del río, duerme en soledad la ermita en ruinas de San Julián.

Descubrí San Julián por casualidad una tarde de otoño y no fue desde la senda del río. Volvíamos de Sepúlveda por la carretera que lleva al Villar de Sobrepeña, un pequeño portachuelo en zigzag, espléndido mirador natural del comienzo del cañón, y paramos una vez más, para admirarlo. El parque natural de las hoces del Duratón ofrece desde allí una de las mejores aproximaciones al curso medio del río, que discurre entre multitud de árboles diferentes, álamos, fresnos, nogales, encinas, robles… Una explosión de color en otoño y primavera. La ermita se apareció entonces en la lejanía de forma inesperada, de improviso, de repente, descansando de forma casi imposible sobre el mismo borde de la hoz a la que dio nombre. A vista de zoom, sólo tres paredes parecían dar fe de su existencia, una ruina más en nuestro catálogo, pero desde allí, en la distancia, la ermita quería hablar. Nunca había oído hablar de San Julián y a partir de ese momento sólo pensé en visitarla.

Así fue y así siguió siendo… Cada vez que subo a la ruina, sigo siempre el mismo protocolo; la rodeo y entro por su único acceso  orientado al mediodía, donde un arco de medio punto, desnudo, desposeído de ornato, precede a su única nave. Quiero fijar mi atención en sus viejos muros, curiosamente irregulares, de una rusticidad casi ancestral, pero nunca lo consigo en ese primer momento mágico, pues mi cerebro me obliga pertinazmente a dirigirme a la luz, a mirar a la derecha, al vacío donde una vez hubo un ábside.

No puedo evitarlo y camino, tropezando, hasta él, hasta el fondo, donde el templo se asoma al valle a través de ese ábside ausente, desprendiéndose poco a poco por el precipicio del peñón, en roca viva, en que se asienta al mismo borde del abismo, y dejando que el cañón, de alguna manera, entre en él.

Imagino entonces ese ábside invisible, con sus tres altos y estrechos vanos enmarcados por dos arquivoltas y sus pequeños capiteles vegetales, y recreo la hermosa bóveda que permaneció en pie hasta no hace tanto tiempo; me siento después en uno de los maltrechos sillares caídos en forma de escalón imaginario en la misma roca viva y contemplo el precipicio desde el mismo borde, absorbiendo toda la belleza del cañón.

Después vuelvo sobre mis pasos a través de lo que fue la cabecera de la iglesia, sorteando sillares que una vez fueron de una pequeña cripta y dirijo la mirada a ambos lados, a lo que fue su presbiterio, dos magníficos arcos ciegos simétricos, de medio punto, en sillería, que me revelan a través de sus marcas de cantería que éste es un templo antiguo, de ese primer románico segoviano, del que la zona de Sepúlveda fue precursora.

San Julián guarda en su ruina más de un secreto, como el de su muro oeste, construido en “espina de pez”, esa rústica filigrana de espigas almacenadas en un imposible zigzag de piedra no tallada. Ese hastial, de menor dimensión que el resto de la nave, bien pudo pertenecer a un edificio anterior, aún más antiguo. Allí intuyo lo que fue su clásica espadaña de dos vanos, que llegó a ver despertar el siglo XX, pero de la que solo un sencillo arranque en piedra guarda recuerdo de su pasado de siglos.

Pero a pesar de todo este vacío, de esta fractura que el tiempo y el hombre han modelado, hay algo en la ermita ausente que la hace especial. Muchos sentimos no haber llegado a tiempo de contemplar San Julián en su momento de plenitud; hace muchos años, casi siglos ya, que la iglesia dejó de tener una vida útil, pero podemos verla de alguna forma, con otros ojos, los de la imaginación. Así sí, podremos contemplarla imponente sobre el cañón, en su propia humildad constructiva, como una prolongación natural del escarpado barranco, siempre vigilante, siempre alerta, como si siempre hubiera estado allí.

Y así parece haber sido ya que la meseta de San Julián fue de alguna forma uno de esos lugares primigenios, precursores y referentes, que, gracias a la labor de enamorados de la arqueología, puede todavía hablarnos de su origen en la Edad del Bronce, si no antes.

Sin embargo, modelamos paisajes de los que nos servimos en nuestro devenir cuotidiano, y, concluida la utilidad para la que éstos fueron planeados, la naturaleza vuelve a poseerlos con virulencia, intentando borrar la huella humana que un día exhibieron. Así ocurrió en este caso. La hoz estuvo habitada desde tiempos anteriores a los que ahora consideramos Historia; de poblado pasó a ser castro defensivo, y después llegó a constituirse en la Edad Media en un pequeño núcleo de población que se desintegró posiblemente en los albores de la Edad Moderna. San Julián, o como se denominara entonces, se imagina como una pequeña plaza fuerte, admirablemente escondida, casi invisible, y situada en una excelente posición estratégica para el control de ambos lados del río.

Fuera antes o después, la iglesia cuyos restos ahora contemplamos se construyó posiblemente a finales del siglo XI, y sirvió a una pequeña aldea cristiana, existente, al menos, desde la segunda mitad del siglo XII y conocida como Hoz de San Julián. Sus restos, muy escasos, se confunden con los pedregosos suelos erosionados por el paso del tiempo, pero allí siguen encarando la fachada principal, cerca de un pozo o nevero, que a falta de uso en la actualidad, ha servido de abrigo a una higuera. La Hoz de San Julián, que comenzó su historia de forma casi invisible, por su escondida posición geográfica, mantuvo esa invisibilidad hasta su desaparición. Se fundió con el resto de las tierras que rodean el alfoz de Sepúlveda y desapareció paulatinamente, sin ruido, sin pena ni gloria, sin rastro apenas.

Su iglesia la sobrevivió unos siglos más. San Julián fue pasando entonces de mano en mano, como un objeto prescindible, como una molestia necesaria, y su deterioro fue imparable; dejó Sepúlveda a finales del XVI para, durante dos siglos, pasar a ser de Castrillo de Sepúlveda. Presenció después la crisis demográfica y económica que trajo consigo el XVIII y, en circunstancias casi legendarias, llegó a pertenecer a otro de los pueblecitos del cañón, el Villar de Sobrepeña, ahora perteneciente a Sepúlveda, donde dicen que su campana adorna ahora su plaza.

El templo acabó su vida útil cuando la ruina empezó a ganar la partida a un edificio de siempre relegado al olvido por encontrarse en el medio de la nada más absoluta; perdió su techumbre en el siglo XIX; sus piedras fueron reutilizadas, desmontadas o vandalizadas y sus escasos ornamentos siguieron el mismo camino. 

Nos queda solo el eco de la toponimia afectiva que fue acuñando términos reticentes al olvido, como Revuelta de San Julián, esa pronunciada curva que su península dibuja siguiendo el curso del río o Botadera de San Julián, una escarpada senda que nos lleva a la paramera desde el cañón y cuya marca es el conocido Picacho de San Julián. Aún pueden recorrerse el Camino de San Julián, que nos conduce a la ermita desde Castrillo atravesando el antiguo camino de Sepúlveda o la Loma de San Julián, la zona de páramo donde se asienta sobre el cañón. 

San Julián es ahora parte del Parque natural de las hoces del río Duratón. De sus tesoros arquitectónicos, es sin duda uno de los menos conocidos, y, sin embargo, el hecho de encontrarse en un imponente farallón sobre el río y al borde mismo del precipicio, hace de él algo más que una ruina; trasciende a un entorno de peculiares y hermosas características, que se configura en paisaje habitado. No es arte, ni historia, ni cultura, ni naturaleza; Es todo en uno, y sobre todo, un mirador de excelencia sobre el propio cañón.

El paisaje se apoya siempre en la geografía, o mejor dicho, en la geología, que condiciona su entorno, y la vegetación y la fauna se adaptan y evolucionan a su merced. Nuestros sentidos y nuestro sentimiento ponen lo demás y lo hacen irrepetible, a veces al primer golpe de vista, como un flechazo inexplicable, y otras veces cuando lo pensamos, repensamos e interiorizamos. Ahora caminamos por la parte superior de su hoz, un páramo desértico, yermo y pedregoso, rico en aromáticas que salpican la monotonía de su planicie: tomillo, espliego, mejorana o salvia, entre otras, atraen no solo nuestro olfato sino a la ganadería ovina de la zona. Para sobrevivir a las extremas temperaturas y a la frecuente sequía, estas plantas han ido adaptándose al medio, con pequeñas hojas alargadas, como agujas de colores apagados, y con fuertes y largas raíces que se agarran a la vida de forma pertinaz, como la propia ruina. La ausencia de árboles recalca el dramatismo de este paisaje, sólo de vez en cuando salpicado por algún que otro arbusto, un enebro ocasional o una sabina, siempre buscando la sombra del templo. Y sin embargo, no todo es aridez en este páramo; trescientos sesenta grados de belleza se ofrecen a nuestra vista.

Su ábside ausente ya nos ha desvelado el valle y nos ha proporcionado una de las vistas más sugerentes de la parte más encañonada del río: Un bosque natural de ribera de impresionantes tonalidades en primavera y otoño, donde conviven sauces y alisos, en busca de la luz solar, chopos al abrigo de los altos paredones rocosos, álamos, olmos, fresnos… Serpenteante, sorteando sus hoces imponentes, el Duratón, ese pequeño Duero, recorre encañonado los quince kilómetros que de Sepúlveda le conducen hasta la presa de Burgomillodo, desde donde vuelve momentáneamente a convertirse de nuevo en río.

Desde el arco triunfal de la ermita, la margen izquierda del cañón nos interpela y nos engaña con espejismos que hablan de tiempos ya olvidados. Son los picachos… esas crestas peculiares, que por tener una fuerte inclinación y haber sido altamente erosionadas, desde la lejanía nos recuerdan a torres medievales, ruinosas y abandonadas. Así es el picacho de San Julián, enfrente de nosotros, que será nuestra referencia para encontrar la escarpada senda que nos conducirá desde el valle al páramo donde se asienta la ermita.

El cañón nos sigue asombrando desde allí con más belleza: un pliegue de rodilla, similar al sepulvedano, aunque de menor tamaño, se alza majestuoso ante nuestros ojos. A nuestra derecha, las antiguas canteras de piedra rosa del Villar, que Machado glosó en su conocido poema al escultor sepulvedano Emiliano Barral. Y mucho más.

La palabra no siempre sirve para reflejar los sentimientos y son muchos los detalles que se me escapan en este entorno dinámico que vive las estaciones siempre de forma irrepetible. Volver siempre me sorprende y siempre es distinto. Con San Julián descubrí, entre otras cosas, que la geografía, además de algo físico, humano o económico, podía ser afectiva; sólo los seres humanos podemos proyectar sobre el paisaje emociones que éste nos devuelve, como un eco, en forma de impresión.

San Julián duerme en los planos y en las guías del Duratón, en las fotos de los excursionistas, en los blogs de aquellos a los que su estampa ha sabido cautivar y en la memoria colectiva de los pobladores de la zona. De vez en cuando aparecen sobre él una mención, unos cuantos párrafos en artículos, libros, revistas o tesis doctorales. Pocos saben de su existencia. Nunca como ahora ha podido ser conocido y sin embargo sigue agonizando día tras día en la soledad del cañón.