Las copas de la transición

Aurelio Martín
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El bar-restaurante 'La Concepción', con los mismos años que la Constitución, ha sido el paso de políticos y personasvinculadas con la cultura y las artes con el que se recuperó la vida hostelera en la Plaza Mayor.

Imagen actual de la fachada de 'La Concepción' - Foto: Roberto Arribas

El 21 de diciembre de 1978, quince días después del referéndum de la Constitución Española, con ocho grados bajo cero, se abrió el bar ‘La Concepción’, bajo los soportales de la Plaza Mayor, en un local ocupado hasta entonces por una tienda que combinaba la venta de juguetes con objetos de devoción religiosa, fundada a finales del siglo XIX. 

De ello se acuerda bien el historiador y cronista de la ciudad,  Antonio Ruiz Hernando, porque, cuando unos camareros servían las primeras copas vestidos de esmoquin, dando un nuevo toque a la hostelería segoviana, heredado de la escuela de la parrilla del Hotel Sirenas,  él se disponía a pronunciar la conferencia de entrada como miembro de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce, heredera de la Universidad Popular. También porque sus retinas tienen grabadas las luces de las lámparas funerarias que se comercializaron en aquel local por la fiesta de los difuntos y los coches de hojalata que compraba para coleccionarlos y dibujarlos. 

Pero la «culpa» de ‘La Concepción’, tal y como aparece hoy a los ojos de los ciudadanos, cuyas paredes podrían dar fe de buena parte de la reciente historia política, donde alguna mañana consumió zumo de limón natural el escritor Julio Cortázar,  durante su estancia segoviana en el ‘Molino del Salado’, del editor Mario Muchnik, en el último verano de su vida, en 1983, la tiene el antiguo café de ‘La Suiza’, recordado por Antonio Machado en una carta a Miguel de Unamuno, porque es donde encontraba un «poco de aislamiento» para la lectura y el trabajo, y que sus nuevos gestores convirtieron en mesón y luego en tienda de recuerdos.  No en vano, sobre uno de los veladores del actual café hay una fotografía del que fue poeta y dramaturgo, Mariano Grau, alumno del autor de ‘Campos de Castilla’, con quien paseaba «por la alameda que el Eresma baña».

José Luis Gómez en los primeros años del establecimientoJosé Luis Gómez en los primeros años del establecimiento - Foto: A.M.Desterrado el proyecto de pub inglés pensado inicialmente, para ir acorde con la época, pasó a ser un homenaje al viejo café de al lado y a recuperar su patrimonio inmaterial. La Plaza Mayor acababa de estrenar un polo de atracción, donde no había ‘pinchos’, se pasaban bandejas, las mesas se cubrían con manteles de hilo y se escuchaba música, Mozart o Vivaldi,  aunque había jornadas en la que los rayos de sol a través de la ventana elevaban la voz de Lole y Manuel: «Qué bonita es la primavera, cuando llega...».  Esa luz que un día vio Moro sobre el rostro de un hombre que apuraba un café y le inspiró para modelar el rostro de su escultura de San Juan de la Cruz. 

Un fenómeno social y cultural,  ejemplo de buen hacer en lo profesional, donde se coció la movida, paradójicamente en perfecta armonía entre el humo de los porros de los ‘modernos’ y  las copas de los veraneantes de La Granja o de Navas de Riofrío,  con origen en el franquismo. Todo, pese a que no era barato, si un vino costaba en otros bares 15 pesetas, allí se servía a 35.  

Con la corporación municipal recién estrenada, con el alcalde José Antonio López Arranz al frente del grupo de UCD, luego fracturado, la política no podía faltar, pero no revueltos.  Los centristas se colocaban a la izquierda de la barra, los socialistas, encabezados por Miguel Ángel Trapero, al fondo a la derecha, y el concejal del PCE, Luis Peñalosa, en el centro.  De la política nacional fueron clientes desde Felipe González, Alfonso Guerra o Teresa Fernández de la Vega, a Rodolfo Martín Villa,  Agustín Rodríguez Sahagún y Loyola de Palacio.

Antonio Ruiz, a la izquierda, junto a Muñoz de PablosAntonio Ruiz, a la izquierda, junto a Muñoz de Pablos - Foto: A.M.Hombre educado, autodidacta, el ‘Jai’, como buen tabernero no entraba en política, salvo alguna ocasión especial: la victoria del PSOE, en 1982, exteriorizada por el ambiente de música de discoteca, decoración con rosas rojas y aperitivos que, de alguna manera, también incorporaban este color. Lo llevaron en una ‘lechera’ a Comisaría, la noche que se encadenó a un árbol para impedir que talaran los olmos para la ampliación del Paseo Nuevo, un proyecto que defendió la UCD; y fue boicoteado por algunos concejales cuando se inclinó por Castilla y León al margen de la uniprovincialidad.  Como niños, los ediles, que se pasaron al PDP  se sentaban en la terraza de al lado pero entraban en el baño de su bar, donde también reclamaban agua. Una noche, ‘Jai’ pidió al diputado Carlos Gila, que le había avalado el préstamo para abrir el establecimiento, uno de los promotores de aquella aventura política, que le facilitara la lista de los cumpleaños de todos sus pupilos, para enviarles unos kleenex de regalo argumentando que «son tontos de baba». Cambiaron de actitud. 

Con un observatorio extraordinario para seguir los acontecimientos la tarde del intento de golpe de Estado del 23 F,  se cerró pronto pero, no por miedo, sino porque no había un alma en la calle, ni movimientos extraños, señal de que aquello no iba a triunfar. Otra vez se echó un cierre por cuestiones políticas, también humanas, al paso de la manifestación tras el asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco, en 1997.  Años  del plomo.

No había televisor ni máquina expendedora de tabaco, pero sí un piano, otra de las diferencias. Hay a quien no se le olvida una noche memorable en que el oftalmólogo Juan Vidaechea tocaba unas notas de ‘Alfonsina y el mar’, de Mercedes Sosa, y  avanzaba cantándolas bajo los soportales una soprano que venía de dar un concierto en el Festival Internacional.  Los pelos de punta en la terraza, pero no por ese relente segoviano que obliga a llevar en verano ‘la rebequita’, por si acaso, sino por la intensa emoción. 

COCINA. El productor de cine Elías Querejeta tenía debilidad por acudir a este sitio singular, de reducido espacio y con restaurante en un sótano, en el que, por cierto, parte del consejo de Caja Segovia fraguó el cese de quien era director Carlos Rojo, en 1993.  Pero las mesas se servían con menús elaborados con la maestría de Nicolás Fernández Subtil,  el contrapunto de ‘Jai’,  quienes pasasaron épocas en casa de Juan Mari Arzak, uno en los fogones y otro en la sala. 

Con tráfico en la Plaza Mayor,  justo cuando la homosexualidad dejó de estar perseguida, la terraza se ampliaba en los capós de los coches, allí colocaba su observatorio  el escritor y periodista Moncho Alpuente, mientras que en la barra iban cambiando las caras de los ediles, incorporándose  quien fue alcalde Juan Antonio Perteguer, amigo de tertulias, o Félix Ortiz.  Y llegó el grupo de Torrecaballeros, con los periodistas Pedro Altares y Fernando Delgado,  que comprobaron  cómo se hablaba de ‘La Concha’ nada menos que en ‘Bocaccio’, y no extrañaba ver a los actores Pepe Sacristán o Fernando Fernán Gómez. Todo era tan normal como imprevisible, sobre todo desenfadado con una discreción del personal que blindaba los secretos, aunque hay quien pudo  avisar al alcalde Trapero, sin dar nombres, que algunos de sus compañeros le estaban segando la hierba debajo de los pies. A los pocos días perdió una moción de censura. Y no faltó en este entorno la sonrisa de la primera gobernadora civil de Segovia,la socialista Cristina Martín Bustamante,  convencida entonces de que la cultura salvaría a Segovia. Se lo dijo a Umbral en una entrevista.  

Permanece el recuerdo,  el logo diseñado por Hontoria,  el ‘verde madrid’ mezcla del negro y amarillo que extendió por la fachada el pintor TiniMerino, y la evocación a las fiestas de los aniversarios con la música de la ‘Troupé de la Merced’, en aquellas mezclas de castas difíciles de comprender si no fuera por algunas burbujas de cava que flotaban de por medio. Todo en un bar que algunos decían que era de ‘pijos’, amueblado en el rastro con los viajes que hacían a Madrid  ‘Jai’ y ‘Peli’,  donde se tendía a mantener la compostura, incluso de madrugada, con el permiso de los serenos, cuando existían. 

De la continuidad de este espíritu, ya en tiempos diferentes,  se tiene que encargar el actual equipo, casi adolescentes cuando entraron, desde el jefe de barra, Javier del Álamo, a la de sala, Marta Gómez, o el ‘chef’ Javier de Lucas. La tarea no es sencilla porque el valor acumulado es tan delicado como imperceptible. Todo en un local que comenzó siendo librería religiosa, fundada por  Vicente Pérez, en 1889,  y que vendía postales de los fotógrafos viajeros Jean Laurent, Levy o Alguacil o imágenes de cualquier nombre del santoral.   

 

Un lugar rompedor , símbolo de un tiempo 

Al emplear un calificativo sobre ‘La Concepción’,  al historiador y cronista de la ciudad, Antonio Ruiz Hernando, enseguida la sale la palabra «rompedor». En su opinión, marca un tiempo en Segovia al quebrar la forma de entender un bar, tal y como se venía concibiendo. Ruiz, catedrático de Universidad, que no pudo acudir a la inauguració porque leía  la conferencia de entrada en la RealAcademia de San Quirce, no sólo valora la forma estética del establecimiento, «que la tiene, sino también la de entender la hostelería, desde lo novedoso, incluida la cocina».    

Carlos Muñoz de Pablos, uno de máximos expertos en vidrieras flamencas europeas, fue de los artistas movidos por la utopía de crear en el local aquello que había desaparecido al lado:‘La Suiza’ y sus intangibles...  Lo consiguió. El artista es de la opinión de que en ‘La Concha’ coinciden muchos factores, desde físicos –distribución de espacios y terraza— psicológicos, sociológicos, antropológicos y profesionales, de ahí que sentencie:  «Si se rompe uno de ellos, la armonía fracasa, debe haber conciencia de que es fácil perderlo si no se siguen unos códigos que son los que han dado valor al establecimiento».