"No me desdigo en nada de lo que hice en el Acueducto"

A.M.
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Titulado en 1977, profesor asociado de estructuras desde 1978 en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, compagina desde entonces la labor docente con el ejercicio libre de la profesión. Ha restaurado más de cien monumentos.

Francisco Jurado en su estudio - Foto: D.S.

El arquitecto Francisco Jurado Jiménez,  que dirigió los trabajos de restauración del Acueducto de Segovia, hace 30 años, asegura en esta entrevista que no se desdice de nada «de lo que hice allí, no he encontrado quien rebata técnicamente el trabajo», mientras aclara que «si escuchara lo que se decía entonces, que se iba a caer, no me lo creería, diría que ya estábamos otra vez con una tormenta para generar una necesidad de inversión, si al granito no se le ataca con elementos ácidos, estará otros 2.000 años ‘manteniendo el tipo’». 

Después de cerca de 30 años de que comenzaron los trabajos de restauración en Acueducto, ¿qué cree que le faltó por hacer?

En 1992 ya estuvimos con estudios previos y aclarando el problema que había entre administraciones y el debate del corte de tráfico, entregándose la obra en 1999. Creo que hice lo indispensable y fui bastante ecuánime entre lo que me parecía el criterio de la mínima intervención y del máximo estudio, eso lo llevé a rajatabla. Hacer estudios previos era novedoso en ese momento. Aunque podía haber tenido más medios, más dinero, lo importante no era operar al enfermo más de lo necesario. Pero las cosas se inauguran y, desgraciadamente, hay un efecto ‘olvido’ y es que se termina un trabajo y aquí no pasa nada,  no se hace ni mantenimiento, ni seguimiento, y el monumento sirve para tirarse los trastos de unos políticos a otros reivindicando subvenciones o echando en cara dejación de responsabilidades. 

Me parece bastante triste que lo que en ese momento fue una intervención lo más científica posible dentro de la tecnología disponible, tomando datos o anotando valores de transmisión de ultrasonidos para compararlos en el futuro,  se queda todo guardado en un cajón. A mí me parece vergonzoso a nivel de cómo se debe conservar y cuidar un monumento de este calibre, no puede ser una pelota de ping pong para discutir entre administraciones.  Eso también lo sufrí en su momento, cuando estábamos trabajando. Desde luego, ésta no debería ser la forma de hacer las cosas.   

¿Cuál fue la aportación de las intervenciones que se llevaron a cabo?

Acabé contento, pensando que era una hoja de ruta adecuada, de estudiar y que, a partir de ahí, se seguiría avanzando. Propuse unas medidas de monitorización, de control, que se podían haber ido actualizando, porque cada vez hay más medios. Fue muy prudente y comedida la intervención, la inversión que se llevó a cabo en ese momento, no llegó a los seis millones de euros, unos 240 euros por sillar, unos 763 euros por superficie exterior intervenida… hoy eso no es nada.  Nadie continuó con la base de datos que en ese momento hicimos, en la que se incluye más de 50.000 fotografías almacenadas digitalmente, base de datos para seguir comparando y estudiando la evolución de cada sillar. Yo tengo una copia, también la tiene la Junta de Castilla y León pero, o bien por desconocimiento o bien por querer hacer algo nuevo, esto se ‘entierra’ y se pierde el interés, se tergiversa el método. Se inaugura la obra terminada por una administración y cuando ésta cambia, parece que ya no interesa porque ha sido promovida por otros. Es un mal endémico en este país. 

Desde la última intervención realizada por Fernández Casado habían pasado 20 años cuando nos tocó a nosotros, teniendo en cuenta y tomando nota de las virtudes y defectos de la experiencia anterior, pero trabajando con otras técnicas y conocimientos. Existe un problema adicional de confundir entre técnicos la competencia con el cainismo, y parece más efectivo denunciar lo anterior, criticar para que se nombren otros expertos o se consigan subvenciones muy efímeras. 

Esto es muy frustrante porque al final estamos tratando de estudiar y conservar construcciones históricas de tal calibre que, desde luego, merecerían otro tipo de tratamiento más científico, de técnicos que no se guiaran por intereses personales o emocionales… Cuando has estado ocho años de tu vida estudiando el Acueducto, ¿cómo es posible que desaparezcas del mapa en lo que respecta a poder seguir aportando conocimientos o experiencia?   Creo que se nos puede acusar de cualquier cosa menos de haber intervenido en exceso, porque un porcentaje muy importante del coste fue para estudiar y conseguir un punto de lectura ‘cero’. Lo demás se resume en limpiar y sellar fisuras, poco más...

Teniendo en cuenta que la tecnología ha cambiado, ¿se habría actuado ahora de otra forma?

Una de las obsesiones que tenía era digitalizar todo, guardarlo en un ordenador para poder usarlo en el futuro. Entonces manejábamos el sistema operativo MS-DOS que no permitía poner nombres de más de ocho dígitos, con esas limitaciones hicimos la nomenclatura de los 25.000 sillares del Acueducto. Luego no se podía meter en la base de datos las fotografías [más de 80.000] porque los ordenadores no podían con ellas y también quería, por ejemplo, trabajar con las magníficas fotografías del archivo del fotógrafo Jean Laurent, del siglo XIX, que tenía unas fotos muy detalladas del Acueducto y compararlas con las perspectivas tridimensionales actuales, pero no había medios, ni siquiera se había inventado aún el CD al principio de nuestros trabajos. Simplemente a nivel informático, la tecnología ha evolucionado muchísimo, también lo ha hecho a nivel de monitorización y medición de formaciones y, me imagino, que hoy hay un abanico más grande de lecturas posibles con medios no lesivos. Lo suyo, obviamente, sería haber ido implementando las nuevas técnicas sin perder de vista el método iniciado. 

En febrero de 2000, el agua volvió a discurrir por el canal de la parte visible del Acueducto, incluso usted dijo que el monumento comenzaba a vivir de nuevo, sin embargo el canal de plomo se retiró totalmente, en 2014, ¿fue una frustración? 

Sí, me pareció que no era una cuestión funcional, sino de volver a demostrar que el Acueducto podría seguir funcionando veinte siglos después de haberse construido pero, en cuanto apareció una mínima mancha de humedad, no hubo voluntad de resolver el problema, ‘el Acueducto tiene goteras’ se publicó. Cortando el agua se acabó el romanticismo que llevaba implícita esa decisión personal. Realmente, después de haber limpiado de sucesivos morteros de cemento toda la cacera aérea, se me obligó entonces desde la Junta de Castilla y León a que el revestimiento de plomo que pusimos arriba fuera engatillado (sin soldaduras) y sujeto lateralmente con dos cordones de fibra de vidrio, para no dejar ninguna huella. Cuando el agua dejó de pasar, bastó que alguien subiera arriba y lo pisara para que se convirtiera en un elemento que más bien propiciaba el que se fijara la tierra que podía arrastrar el viento y más tarde que creciera la vegetación y, de nuevo, las quejas entre administraciones para echarse en cara la falta de mantenimiento. Recientemente lo he recordado en múltiples ocasiones, porque acabo de terminar una obra en la Catedral de Santiago y allí hemos recuperado canales y conductos de granito góticos –como la cacera superior del Acueducto– y, sencillamente, los hemos recubierto de zinc soldado, funcionan perfectamente y ¡anda que allí no llueve!  

¿Cómo ve al Acueducto ahora desde la distancia del tiempo?

Cuando me acerco por la ciudad veo con nostalgia el tiempo pasado, en ese momento tuve una dedicación bastante entusiasta, no me preocupaban los problemas técnicos sino los colaterales, problemas mediáticos, políticos y las discusiones que ensucian la actividad… Hasta hubo una denuncia a la Unesco y los inspectores europeos que vinieron acabaron invitándonos a Italia para que contáramos lo que realmente estábamos haciendo de primera mano. Creo que hicimos estrictamente lo que se tenía que hacer, pero de ahí pasamos al ostracismo más absoluto. Es un gran error plantearse las intervenciones en los edificios como grandes inversiones localizadas en un determinado corto plazo de tiempo –aunque en nuestro caso fueron ocho años– y luego no hacer nada al menos, insisto, en lo referente al plan de mantenimiento, al decálogo de medidas que entonces prescribimos.

A lo mejor estoy tan al margen que las últimas intervenciones no me han llegado, tampoco me gusta calificar lo que desconozco. En cualquier caso, el Acueducto es tan sólido e impresionante que desde lejos siempre parece algo eterno, evidentemente tiene sus problemas y su necesidad de mantenimiento, si se trabaja en ese sentido me parece bien, hay que invertir poco, pero de forma continuada. A pesar de presiones que también tuve para gastar más –alguien me llamó cicatero–, fui comedido, hicimos limpieza en seco, no metimos tratamientos químicos y las resinas que utilizamos para pegar sillares partidos o sellar grietas fueron las mismas de habían sido utilizadas veinte años atrás, cuya conservación pudimos comprobar. Al cabo de 30 años no me desdigo de nada de lo que hice allí, no he encontrado quien rebata técnicamente el trabajo. Siempre dije que los edificios viven por sí mismos y que nosotros somos los médicos que intervenimos en una época de su larga vida, intentando alargarla.  

¿La zona más sensible ahora es la de la Plaza de Día Sanz?

Esa zona es el encuentro de dos arcos en un ángulo muy cerrado. Como nuestra intervención fue de mínimos no había peligro de caídas en ese momento, se empezó a hacer una medición de su desplome y un seguimiento, y quizás habría que comparar al cabo de estos 30 años cómo ha evolucionado.  Hay que entender de todos modos que los edificios están hechos con retazos de la historia y a veces hay que dejar que sobreviva cada trozo aun identificando su no originalidad. Antes de que empezáramos en el año 1992 las pilas del Acueducto se iban a desplomar hipotéticamente ‘como fichas de dominó’ y se colocaron andamiajes ‘preventivos’. Eso obviamente no ocurrió –hicimos las comprobaciones estructurales necesarias– y luego todo se limitó a evitar que se perdieran sillares o trozos de ellos, nunca metimos gatos planos ni alteramos el comportamiento estructural de la construcción. Donde no se hizo nada fue en la cacera enterrada desde Riofrío a la ciudad, ni tampoco desde El Postigo hacia adelante, solo en la parte aérea, en los 750 metros que hay cruzando la ciudad.   

¿Y ahora cuál puede ser el estado de salud del Acueducto?

Hablo de las noticias que me llegan pero si escuchara lo que se decía entonces, que se iba a caer, no me lo creería, diría que ya estábamos otra vez con una tormenta para generar una necesidad de inversión. El Acueducto no ha cambiado mucho en estos últimos años, incluso algunas cuestiones lo han hecho a mejor, como que han dejado de pasar los coches por debajo, se ha reducido la contaminación, se ha dejado más espacio alejando el tráfico de los pilares centrales, las condiciones de la ciudad han mejorado en general. Hay un envejecimiento lógico, pero si al granito no se le ataca con elementos ácidos, estará otros 2.000 años ‘manteniendo el tipo’.  

¿Queda algo por descubrir de este monumento?

Creo que muy poco, quizás precisamente el porqué de ese giro tan brusco en la plaza de Día Sanz para encarar trasversalmente el cruce de la vaguada. Lo que me hubiera gustado es que se llevara a cabo una propuesta que hice para la creación de un centro de interpretación del Acueducto, que entonces le llamé ‘Museo del agua’, espacio que explicara todo el sistema de cómo se llevaba el agua y se decantaba, cómo corría por la cacera con un desnivel mínimo, esto es muy interesante, pedagógico y divulgativo, mostrar el altísimo nivel de la ingeniería romana, absolutamente admirable, creo que eso es necesario en una ciudad como Segovia marcada por esta construcción excepcional. 

Se han hecho documentales interesantes en televisión, pero nosotros descubrimos su sistema constructivo, la razón de las huellas de los sillares, me refiero a marcas para introducir palancas y posicionar un sillar sobre otro, trazas de montea para cambiar de sección, huellas de las cuñas de corte que aparecen en zonas que siempre estuvieron enterradas o un sillar que estaba a pie de obra sin estar aún recuadrado. Cuando intervinimos, el Acueducto se había estudiado arqueológicamente en los años setenta, sin embargo, de lo poco que pudimos excavar, se sacó mucha información. Seguramente hoy, con técnicas más afinadas, la lectura puede ser aún más profunda y, cualquier conocimiento que forme parte del contexto y del entorno, como el origen de los sillares o la implantación de la ciudad en aquella época, puede ser siempre muy interesante.          

¿Esta obra le marcó personalmente?

¡Claro!, yo empecé con 37 años, evidentemente era un honor y una responsabilidad muy grande, muy consciente de la responsabilidad que tenía. Me obligó a una disciplina y a una forma de trabajar. Desde entonces se empezó a hablar de la necesidad de hacer estudios previos.

Mi siguiente trabajo importante fue restaurar la Mezquita del Cristo de la Luz en Toledo y, cuando propuse hacer estudios, en la Dirección General me dijeron que el edificio ya estaba muy estudiado y que no era el Acueducto, no acababan de entender que lo tenía que estudiar yo si iba a ser el responsable de su intervención. El final del Acueducto para mí fue agridulce, en vez de dirigirse a los intervinientes, arqueólogos y quienes estábamos trabajando allí, los que patrocinaron la obra [Caja Madrid] encargaron un libro sobre los trabajos realizados a un historiador… Si al final quien paga decide hasta ese punto cómo se hacen las cosas volvemos de nuevo al método no científico. Evidentemente, esta persona no manejó ni la información ni los conocimientos nuestros, ‘así se escribe la historia’, que se suele decir.

Creo que ya he restaurado más de cien construcciones históricas y lo que más valoro es lo que siempre supone de aprendizaje, conocimiento y de aporte a tu patrimonio mental. Todo me parece interesante y motivador, es lo bonito de esta profesión.