Un océano de tumbas anónimas

José M. Rodríguez (EFE)
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La costa canaria se ha convertido en un cementerio flotante para los subsaharianos que cruzan el Atlántico en busca de otra vida

Casi 22.000 personas han llegado a Canarias en el año de la pandemia. - Foto: Miguel Paquet

Cuesta creer que la bebé Sahe Sephora, ahogada el 16 de mayo de 2019, fuera la primera víctima del drama de las pateras en Canarias a la que se enterró con su nombre a primeros de junio. Pero los cementerios de las islas han seguido recibiendo en 2020 difuntos anónimos, cuyas familias se ven arrastradas a un duelo imposible.

Casi 600 jóvenes africanos -a veces menores, incluso niños- han perdido la vida este año intentando llegar a Canarias en patera, de los que solo en 164 casos se recuperó su cadáver. Son las víctimas documentadas por el programa Missing Migrants de Naciones Unidas, que reconoce que se trata de una «estimación mínima», porque sus responsables son conscientes de que a varias embarcaciones se las ha tragado el Atlántico con todos sus ocupantes sin dejar rastro.

De hecho, la Cruz Roja sostiene que la ruta canaria mata, entre el 5 y el 8 por ciento de quienes se aventuran a ella, lo que se traduce en una horquilla de 1.000 a 1.700 vidas perdidas, si se tiene en cuenta que este año han llegado al archipiélago 21.500 personas en patera.

En toda Canarias hay decenas de inmigrantes enterrados sin identificación de las tres grandes etapas que ha vivido este fenómeno: las llegadas de finales de los 90 y primeros años del siglo XXI, centradas en Fuerteventura; la crisis de los cayucos de 2006-2007, que abarcó todas las islas, con epicentro en Tenerife; y la oleada actual, focalizada en Gran Canaria.

Son la punta del iceberg, detrás hay muchos más muertos en el mar de los que se sabe poco o nada, pues este es un movimiento clandestino de seres humanos, en el que no existen listas de embarque. Como mucho, hay relaciones de llegadas, las que recopilan la Policía y la Cruz Roja, no siempre accesibles a los familiares que vuelven estos meses a peregrinar de ventanilla en ventanilla por Gran Canaria preguntando por un hijo o un hermano desaparecido.

«Si eres padre o madre y sabes que tu hijo ha salido, pero no has vuelto a tener noticias de él, aceptar que vas a dejar de buscarlo es un trámite doloroso, que requiere hacer el máximo esfuerzo por decirte a ti mismo que no ha llegado y que has hecho todo lo posible por encontrarlo. Vienen a España confiando en que somos un país moderno que les dirá si existe alguna noticia de esa persona, pero no se la dan», asegura el abogado Daniel Arencibia.

No es fácil averiguar quién ha perecido en el Atlántico, pero las autoridades sí conocen quién ha llegado, subraya este abogado, que cree que muchas familias les bastaría con que les dijeran que su pariente no está entre los rescatados. Defiende, además, que este es un caso claro en el que debería activarse el protocolo de accidentes con víctimas múltiples, uno de cuyos puntos principales es la instauración de una oficina de información a las familias.

 

Quince saquitos de huesos

Mientras, en el cementerio de Agüimes, una pequeña oración enmarcada, un rosario y unas flores que los parroquianos van renovando de cuando en cuando ofrecen algo de dignidad a los nichos 3.325 a 3.339, tapiados solo con ladrillos y cal, sin ningún signo ni sigla que identifique a sus ocupantes, de los que poco se sabe.

Solo que allí yacen 15 jóvenes subsaharianos a los que encontraron en un cayuco a la deriva a 160 kilómetros de las islas el 19 de agosto, cuando llevaban más de una semana muertos y estaban reducidos a poco más que piel y huesos. 

Los enterraron casi en solitario el 26 de septiembre, solo estaban con ellos Teodoro Bondjale, el diputado Luc André Diouf, el sepulturero y el párroco del pueblo, Miguel Lantigua, que rezó por sus almas.