2010. Europa sacude la badana a Zapatero

Carlos Dávila
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2010. Europa sacude la badana a Zapatero

El año comenzó con toda serie de venturas europeas. España presidía el semestre de la Unión, una responsabilidad que viajaba desde Suecia que realmente había dirigido nuestro lobby sin pena, ni gloria. Por eso se esperaba mucho de nosotros. Aunque recién llegados a Madrid los «hombres blancos» de Bruselas mudaron su color cuando atestiguaron que nuestro déficit ascendía al 11,4 por ciento del PIB y que la Encuesta de Población Activa (EPA) del último trimestre de 2009 iba a alcanzar los 4.500.000 mil desempleados. A todos se nos torció el gesto recién empezada la que se dio en llamar: «La Década de la Transición». Es decir, 10 años que deberían cambiar no solo nuestro ritmo vital, sino el destino de la Humanidad. Pero seguíamos sufriendo los demonios del terrorismo que aquel año se estrenaba con una noticia buena y otra mala: el descubrimiento en Portugal, en un pueblo muy cercano a la frontera, Órbigo, de un auténtico arsenal que la banda ETA había llevado hasta allí para ser empleado en nuestro país. La segunda noticia, esta pésima, en Francia, ETA asesinó a un miembro de la Gendarmería gala, el primer crimen que sufrió en sus carnes un Estado que ya en ese momento se había convertido en fiel aliado de nuestra lucha contra los facciosos terroristas.

ETA daba sus últimas bocanadas y en los índices de preocupación de los españoles no era ese el drama que más preocupaba al gentío; era la penosa situación económica a la que nos había conducido la pésima gestión del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. Nuestros números no resistían la menor revisión mundial, tanto que ya en mayo la Unión Europea se confabuló con el presidente de EEUU, Barak Obama, y hasta con China, para atizar un zurriagazo mortal a su Presidencia doméstica.

 De golpe, y en una sesión parlamentaria en la que a Zapatero solo le faltó llorar, este hombre moribundo políticamente aceptó una congelación del gasto público (él que había diseñado un año antes el optimista Plan E) de 15.000 millones de euros, un cinco por ciento de recorte del sueldo de los funcionarios, otra aminoración escandalosa de las inversiones públicas de 2.200 millones de euros, la congelación de las pensiones y hasta la eliminación de una de las ofertas paradigmáticas del PSOE: el cheque-bebé.

 A partir de aquel momento, toda la nación daba por liquidado al socialismo imperante que en las encuestas más rigurosas se quedaba nada menos que a nueve puntos del emergente Partido Popular de Mariano Rajoy. El sondeo se publicó en el diario El País y a este periódico le cupo la dudosa suerte de solemnemente anunciar el «consumatum est».

 Se caían, una a una, grandes estrellas del universo de la izquierda española, sin ir más el otrora denominado Supergarzón, el juez Baltasar Garzón fue suspendido cautelarmente por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Se había metido el magistrado en camisa de 11 varas tratando de investigar y penar los crímenes del franquismo, y el Consejo le tiró de las orejas: le apeó del juzgado y le envió a casa en una ceremonia que solo fue preludio de la sentencia definitiva: el apartamiento de la carrera judicial, algo que Garzón nunca ha metabolizado. 

Desde luego, que al común de los españoles la peripecia del juez les traía mayormente por una higa porque seguían/seguíamos atosigados con la mala salud de nuestras finanzas y los estropicios que los políticos metidos a banqueros, habían causado en las cajas de ahorros. Una de ellas, la de Castilla-La Mancha fue intervenida por el Banco de España, y otra, muy religiosa ella (la presidía un cura que lo mismo casaba que contaba billetes) también pasó a manos del Estado. Otras se fusionaron a toda prisa acogotadas por la autoridad del país, así sucedió con el cuarteto formado por la del Mediterráneo, Cajastur, Extremadura y Cantabria. 

 Era mayo y faltaba un mes escaso para que España se solazara con el gran episodio que resucitó de golpe a aquel país agobiado por la penuria: el 11 de junio empezó en la lejana Sudáfrica el Mundial de Fútbol y partido a partido, en ocasiones con sofocos, nuestra Selección se alzó con el título ante los Países Bajos, la Holanda de entonces. 

Para la eternidad quedó el gran grito de España, entonado por una avezado comentarista: «¡Iniesta de mi vida!» Fue la gran revolución nacional que estábamos esperando, una convulsión emocional que disfrazó los males de toda índole que nos seguían aquejando. 

Por ejemplo, Cataluña. Todo empezó porque el Tribunal Constitucional, a la sazón impecablemente neutral, hizo suya la ponencia del magistrado Jorge Rodríguez Zapata y declaró no acordes con nuestra norma suprema varios artículos del renovado Estatuto de Autonomía, aquel texto que los secesionistas habían arrancado al púber e indocto Zapatero. Los independentistas y los que no lo eran (gobernaba la Generalidad el socialista cordobés José Montilla) se pusieron en marcha con una multitudinaria manifestación en Barcelona con la soflama pancartera de «Som una naçió!». A continuación se emplearon en la desaparición de cualquier vestigio de España que quedara en el viejo Principado, desde luego la bandera bicolor. No quedó títere con cabeza, ni siquiera la de los toros porque éstos fueron abolidos en unas plazas de enorme tradición taurómaca.

 Ganó las elecciones lo que quedaba de una histórica Convergencia y Unión (CiU) con Artur Mas al frente y muy por encima del PSC, y este insolvente monaguillo de Pujol aún aceleró más su rencor contra todo lo español, de forma que cuando en poco tiempo el PP de Mariano Rajoy venció en las elecciones generales se topó con una situación en Cataluña de práctica confrontación civil. 

Los tiempos además engordaban las protestas por todo el país, de modo que la huelga general convocada por los dos grandes sindicatos, Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores (UGT), fue algo más que un anticipo del enorme descontento que se filtraba por todo los poros de nuestra antigua piel de toro. 

Ni siquiera el Premio Nobel de Literatura a otro español, de procedencia peruana, Mario Vargas Llosa serenó el panorama hispano que en sus aires, todavía registró una enorme sacudida: el paro en diciembre de los controladores aéreos que se solucionó, estilo Reagan, militarizando a estos bien pagados profesionales. 

Fue un año para la escopeta nacional que había escrito y dirigido en 1978 aquel enorme cineasta valenciano Luis García Berlanga que se nos fue con su caústico humor a otra parte. Como el olímpico catalán Juan Antonio Samaranch y el obrero soriano de siempre, sindicalista pertinaz, Marcelino Camacho.