Termina el año con esa sensación de sinsabor propia de quienes reciben por todos lados y no saben cuándo terminarán los tortazos. La luz disparada, la inflación carcomiendo los sueldos, la ómicron chafando la esperanza de que las vacunas nos devolvieran la Navidad….
Termina el año con el desasosiego de quienes experimentan la incertidumbre de la falta de liderazgo, anomalía producto de la otra enfermedad que nos aqueja: el frentismo, la bronca permanente, el reduccionismo de los buenos/malos que asola la gestión de lo público. La epidemia de amateurismo de muchos gestores públicos que nos aboca a gestiones tan deficientes. En efecto, termina el año del desencuentro, de las soluciones convertidas en problema, de los fuegos fatuos y las palabras vacías.
Un año peligroso: la pandemia no ha terminado, la recuperación no ha empezado, las finanzas públicas y privadas siguen en la UCI sin saber cuándo podrán pasar a planta. Deberíamos estar en otro escenario, pero vamos con retraso. La española, la economía que peor se comporta de entre los países de la OCDE y la Moncloa instalada en la propaganda.
Termina el año en que no nos pusimos de acuerdo ni en los diagnósticos ni en los remedios, en que la desintegración territorial se ha incrementado y en que, al grito de sálvese quien pueda, la nación asiste al desconcertado espectáculo de decenas de partidos zombis. Termina el año de la falta de referentes y de liderazgos en declive: a Sánchez no se le ocurrió nada más que ir a La Palma a predicar sin dar trigo y dejar correr el virus en la España de las autonomías. El caso es conseguir apuntar un año más al frente del Gobierno porque lo importante no es mandar sino ostentar el mando. Sensación de año perdido. Esperanza de que el año nuevo nos cambie las sensaciones.