Un trabajo decente tiene que ser, necesariamente, saludable. Lo digo a propósito de ciertos comentarios que escucho, como que los españoles lo que buscan es holgazanear, o que rechazan jugosas ofertas laborales. Ambas cosas son mentira; o verdades a medias, que es la peor trapacería. ¿No será, más bien, que han degradado tanto el trabajo, que muchos oficios ya no compensan? No es extraño que jóvenes, –y no tan jóvenes–, declinen tareas indecentemente remuneradas, cuya precariedad y penosas condiciones no son de recibo. Cualquier trabajo digno, tiene que serlo en plenitud y dejar espacio suficiente para el crecimiento personal, la familia y los afectos; y, también, para poder mirar y mirarnos sin prisas, estimar la vida, valorar acontecimientos y cosas y separar lo útil de lo inútil, contemplándonos esperanzadamente. Necesitamos desahogo y no estrechez, para acompañar el misterio de existir. Vivir pide espacio y, los tiempos de las plantaciones, se acabaron. La gestión del tiempo es un aprendizaje al que, como individuos y como sociedad, tenemos que hacer frente. Hoy en día, los jóvenes aprecian un curro que les deje margen para los suyos, para el ocio y lo personal, y hacen bien. Es más: las parejas que deciden dar un paso adelante y formar un hogar, no quieren casas desocupadas, vacías de presencia verdadera. Cualquier tarea que acarree agotadoras jornadas laborales, o ritmos de producción que arrebatan el merecido espacio vital para crecer personalmente, no es un trabajo, sino una indeseable realidad que condiciona negativamente lo íntimo, la convivencia con los seres queridos y las relaciones sociales. La dignidad de lo humano, está por encima de la productividad; y, el bien común, va más allá de la acumulación de riquezas. Entiendo muy bien la prudencia de los empresarios, pero la semana de cuatro días, por poner un ejemplo que ayudaría bastante, no es ninguna utopía: crearía empleo y mejoraría la conciliación y hasta la productividad. Probablemente su implantación se deba negociar por sectores, o incluso con cada empresa, pero antes o después terminará abriéndose paso, si queremos que haya trabajo para todos. Tiempo al tiempo. Mejorar la calidad de vida de los trabajadores, sin perder productividad o poder adquisitivo, es posible. Lo que falta es voluntad. Algunas empresas lo han hecho ya. El año pasado se puso en marcha, en el Reino Unido, un proyecto de este tipo en el que participaron 61 compañías. Al concluirlo, de ellas, 56 decidieron prorrogarlo y 18 lo implantaron definitivamente. El resultado no podía ser más halagüeño: el bienestar de los trabajadores era mayor, se había mantenido la productividad de la firma en la mayor parte de los casos y, hasta mejorado, en otros. Se tiene que acabar eso de que la inseguridad y la inestabilidad sean aprovechadas para propiciar condiciones laborales odiosas. A veces parecería que, esto que llamamos progreso, lo que busca es mantenernos secuestrados en una tierra de nadie, que borre de nuestras perspectivas la necesidad de gestos sencillos, pero esenciales, como la preciosa realidad de compartir o la relación intensa lo la cultura y el pensamiento. Hay, en toda existencia, un gozo que va más allá del trabajo y que nada ni nadie nos debe arrebatar. Un horizonte de holgura que constituye la verdadera alegría del vivir.