Miguel de la Quadra Salcedo

Antonio Pérez Henares
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El hombre que me enseñó a viajar

De la Quadra Salcedo (d) y Pérez Henares, en una imagen de archivo.

A Miguel de la Quadra Salcedo le debo dos libros de viajes, su biografía, El último explorador, y, por ahora, dos novelas, Cabeza de Vaca y La Española. Pero le debo mucho, mucho, más. Él me enseñó a viajar, a mirar, a conocer, a emocionarme al hacerlo y a amar y sentir como propia a Hispanoamérica. Y con ello, a sentirme del todo, y en toda su hondura y extensión, español.

Sabía desde muy joven quién era, ¿quién no?, y lo había visto un par de veces, pero empezamos a tratarnos cuando él había comenzado la que creo que ha sido la aventura y obra más importante de su vida, la Ruta Quetzal, que por desgracia murió con él, y yo dirigía la influyente revista Tribuna de Actualidad. En 1998, me invitó a unirme a la expedición, recorrimos juntos Venezuela, justo antes de la llegada de Chávez al poder, y desde aquel año no fallé ninguna durante siete, hasta 2004, añadiendo a la lista dos Camel Trophy de los que era también referente.

El proyecto, la convivencia y periplo, tanto por América como por España, de 350 muchachos de más de 50 países de la más diversa condición y procedencia, unidos por nuestra lengua y cultura común, en una experiencia iniciática de aventura, vivencias, esfuerzos, conocimiento, encuentros y superación que los marcaba para bien y para siempre y que dejó también en mí la más profunda huella. En cualquier otro país, la Ruta Quetzal hubiera sido elevada a la máxima categoría, protegida por las instancias públicas, dotada de todos los medios y recursos y mantenida como un tesoro por ser más, incluso, que una cuestión de Estado, porque lo es de lazos entre muchos, de una civilización completa. Y Miguel hubiera tenido todos los reconocimientos habidos y por haber. 

Pero se la dejó morir y a él hasta le negaron el Princesa de Asturias para dárselo a no sé quién y de quien nadie se acuerda ni merece la pena que se haga. España en estado puro.

Miguel antes había sido muchas cosas y en todas había deslumbrado. Era aquel atleta de «a que jugamos y te gano», fuera disco, martillo, peso y sobre todo jabalina, donde batió el récord mundial, pero no se lo homologaron, pues la lanzaba como la barra navarra, su tierra natal, y le dijeron que así no valía. Pero al inglés Fosbury, que cambió la forma en el salto de altura aquel mismo año, del ventral al de espaldas, sí se lo permitieron. De ello se quejaba este vasco universal, por navarro decía serlo más que nadie, pero de nacionalista más bien no tenía nada. Era más bien imperialista, pues consideraba muy vasco, y vascos fueron sus grandes puntales y defensores, desde Elcano a Blas de Lezo, del que me enseñó lo que no me ha enseñado nadie y además en vivo, en directo y bien sudados.

Lo de la jabalina y su récord no reconocido le llevó a cruzar el Atlántico y casi no vuelve. Convenció al presidente Frey de Chile que lo dejara ir a Pascua para hacer de los isleños campeones olímpicos de natación, regresó como arponero al continente, fue camionero en los Andes y buscó platino en las selvas amazónicas. Por allí estuvo perdido cuatro años y hasta se le dio por muerto. 

Volvió con lo que pudo conservar de unos documentales y peripecias increíbles. Y se convirtió en el más grande y osado reportero de TVE. Estuvo en la guerra del Congo, en Vietnam, en Nicaragua, entró en el Palacio de la Moneda, cuando aún estaba la sangre de Allende en la pared, y se convirtió en un auténtico mito, un icono para muchos jóvenes que lo tomaron como espejo en el que se miraban y al que querían parecerse un día. Yo tuve la inmensa fortuna de poder caminar a su lado. 

Lo hice por la desembocadura del Orinoco y los tepuyes venezolanos; por las selvas panameñas, desde Portobelo, donde yace en el fondo del mar en un ataúd de plomo el miserable Drake, hasta Panamá la Vieja; del Atlántico al Pacífico; siguiendo los pasos de Cabeza de Vaca, por las tierras ahora estadounidenses de los indios Pueblo y por las mexicanas de los pies ligeros, los rarámuri de la Sierra Madre hasta bajar a San Blas de las Californias, donde le vi emocionarse al entrar en las ruinas de la comandancia de Marina que mandó su antepasado Jose María Bodega y Quadra; logré ver al pájaro Quetzal en Costa Rica; las alpacas en las alturas del Cotopaxi y tuve un caballo blanco Chavalito en el Imbabura ecuatoriano; las tumbas de los señores de Sipán y los caballitos de totora en el Perú; subí al pico Duarte, el techo del Caribe, y dormí en una hamaca en las ruinas del fuerte Ozama, en Santo Domingo, y desde el lugar por donde fue Cortés, por las faldas del Popocatepel, miré desde donde él había contemplado a la inmensa Tenochtitlan. 

Y en todas y cada una de las vueltas redescubría cada vez España, desde la costa de Doñana, pasando por Yuste, por Toledo o por Medinaceli y San Millán de la Cogolla hasta Santiago.

¡Aprendí con él tantas cosas! Pues él las había aprendido mucho más antes y las compartía, y hoy sigo aprendiendo en los recuerdos lo que debía había haber hecho entonces y no aproveché del todo. 

Pero sí, me siento dichoso de poder decir que yo caminé, en algunas ocasiones, a su lado. Al lado de Miguel de la Quadra Salcedo.