Jesús Fonseca

EL BLOC DEL GACETILLERO

Jesús Fonseca

Periodista


El Paraíso Claustral de Carlos Aganzo

07/05/2023

Como quien todo lo llena con palabra nueva, el poeta se rinde al amor como a lo único intacto y perdurable, una y otra vez, desde el precipicio de la vida, con su gozo, su aflicción y su esperanza. No estoy de acuerdo en que 'Paraíso claustral', de Carlos Aganzo, construya un puente invisible –como se ha dicho–, entre el jardín oculto al que se retiró el poeta chino del siglo IX Sikong Tu y el desafío espiritual de Bernardo de Claraval, desde su celda monacal, tres siglos más tarde, en una Europa descreída que reniega de sus raíces. El corazón del poeta visibiliza más bien, o así al menos me lo parece a mi, lo que en verdad importa: «¿Somos de donde venimos o somos / adonde vamos? Esa es la cuestión». O tal vez no: «Porque quizás a donde vamos / y de donde venimos sea lo mismo». La búsqueda de lo infinito palpita, desde la suprema renuncia de todo, en este nuevo libro de Carlos Aganzo, que quisiera reencarnarse en poema y, tal vez por eso, se rinde ante lo inefable, desde el oleaje de lo más humano y natural, que es siempre lo más sobrenatural: «Mi faro está en lo alto de lo alto, / pero lo alto está siempre debajo», advierte, en la suprema tradición de nuestros místicos y su más sobresaliente poesía, para añadir luego: «Es tan sólo cuestión de abrir los brazos. / De tomar posición. Y de entregarse». El poeta vive sacudido por la amada quietud y soledad carmelitanas y por la completa entrega de cuanto la naturaleza puede contener o reclamar, porque sabe muy bien que «el alma que se enamora es un alma tierna, un alma gentil, un alma que es humilde y paciente». Al igual que Sikong Tu, nuestro poeta pide también una tregua, pero el descanso nunca llega: «No basta con vivir. Es necesario / esculpir lo vivido, inventariarlo. / No basta con leer, con escribir. / Obligado es vivir según lo escrito. / lo que te salva, lo que te consume. / Eso somos: pasiones y memoria». Los versos encendidos de Aganzo arden así, atizados por la hojarasca de la melancolía y la aniquilación de quien conoce que nunca podrá aprender todo lo que hay que aprender, ni saber todo lo que hay que saber; y que habrá de renunciar a todo, para ganarlo todo, desde el despojamiento, el abandono y el desapego, «en una viva hoguera de ternura, / en un mar de aquietada santidad». Como aquel «frailecillo de risa», al decir de los calzados, llamado Juan de la Cruz, Carlos Aganzo, poeta de punzante sensibilidad, «No llora por haberle amor llagado», sino que lo hace «por pensar que está olvidado». Y como no quiere, a semejanza de Teresa de Jesús, agotar su tiempo en menudencias, se pregunta si las cosas del mundo «son sonido o silencio. O son herida./ Si el silencio es olvido o es presencia». Nuestro escritor, en la vanguardia de la poesía, trabaja, piensa y ocupa sus mejores horas, entregado a la tarea solitaria de sumergirse en la oscuridad de la noche de lo sensible del cuerpo y del alma, para poder escribir, más allá de imágenes, certezas o respuestas: «El que busca el silencio, ¿por qué siente/estas ganas grandiosas de cantar?/¿Porque advierte en los labios la dulzura / de los besos del aire y se traiciona?/¿Porque siente latir en sus oídos la música callada del dolor?». Aganzo admitirá, con Bernardo de Claraval, que «La carne tienta con dulzuras, el mundo con vanidades y el demonio con amarguras". Desde esta convicción, irá tomando el pulso a la vida, hasta llegar a la conclusión de que todas las situaciones tienen un sentido, aunque nos parezcan incomprensibles, en el horizonte infinito de lo humano. Como gusta decir Luis María Anson, "hay libros mejores y peores. Los hay necesarios, excelentes, aburridos, mediocres y pésimos". Pero, de tarde en vez, el gustoso de libros se encuentran con alguno imprescindible, que atraviesa su corazón con su belleza y profundidad de pensamiento; tal es el caso de este 'Paraíso claustral', que Carlos Aganzo nos regala desde la sencillez de lo sublime y la voz cercana de la soledad radiante.