Sara Barquinero

Sara Barquinero

@sarabarquinero

Doctora en filosofía y escritora


El vals de los no invitados

29/04/2025

Hay pocas cosas más violentas que una boda a la que vas sin ganas. Ni la guerra, ni la deuda, ni la colonización: una boda por compromiso es el verdadero estado de excepción de la vida adulta. Incluso aquellas a las que asistes con cierta alegría sincera lo son, pero las hay peores: las bodas en las que no sabes por qué estás ahí, en las que ni siquiera tienes claro si te han invitado o si alguien se olvidó de sacarte de la lista. «Me has invitado por compromiso y te estoy costando dinero», me gustaría decirles a según qué novios, «y lo cierto es que si voy será también por compromiso, y también me costará dinero a mí».

Su trampa no es el aburrimiento -que también- sino la imposibilidad de encontrar un lugar desde el que asistir: no puedes emocionarte sin impostura, pero tampoco mostrar desdén sin parecer un sociópata. Así que pasas la tarde en esa incomodidad perfectamente calibrada: ni lo bastante cercana como para disfrutar, ni lo bastante distante como para irte. En mi última boda por compromiso, me descargué un libro en iBooks y lo leí casi entero sin levantarme de la mesa más que cuando nos pedían un ritual o una foto. Me acuerdo incluso del título, aunque no del argumento, lo que dice bastante sobre el tipo de lectura que uno busca en esos contextos: algo que no deje huella, que solo sirva para sobrevivir al rato. Ni siquiera fingí interés: asentía con educación mientras devoraba párrafos. A nadie pareció importarle.

El banquete es como una reunión de antiguos alumnos con pretensiones. Todo el mundo hace como si importara, como si significara algo más que la constatación de que el tiempo ha pasado y que algunas personas han decidido rellenar ese tiempo con mantelería blanca y flores de plástico. Lo que más difícil me resulta no es el vestido largo, ni las fotos, ni el regalo, sino el esfuerzo coreográfico que implica fingir que una pertenece. En la mesa te sientan con personas que probablemente no volverás a ver (de hecho, ojalá no tengas que volver a verlas nunca). Con algunas compartes una adolescencia borrosa, una excompañera de piso, una asignatura optativa, lazos de sangre diluida. Una boda es, muchas veces, el sitio en el que gente que ya no se cae bien decide compartir platos demasiado caros como si no hubiera pasado nada, como si, de hecho, no hubiera pasado ni el tiempo. En algún momento, inevitablemente, alguien menciona lo rápido que pasa la vida, como si no estuviéramos todos atrapados en una versión lenta y cara de ese mismo paso del tiempo. Aunque a veces una lo desearía, ni siquiera hay conflictos. Nadie discute. Nadie se emborracha lo suficiente como para sincerarse. Nadie se acuesta con nadie con quien no debería acostarse. Todo transcurre bajo una capa de civilidad irreprochable, como un evento diplomático entre países que ya no se reconocen.

Sin embargo, el banquete es el menos malo de los rituales: el vals, la foto del dron, los discursos, o el miniconcierto de un familiar o amigo con dos gramos de talento son infinitamente peores. A veces una empieza a divertirse (o está ya borracha) y tiene que interrumpir esas migajas de diversión para atender a cualquiera de esas tonterías. Todos aplaudimos como si presenciáramos un rito ancestral de relevancia cósmica, cuando en realidad estamos pensando que los novios parecen incómodos, que no suena bien la música o que el vestido de la novia es, a todas luces, injustificable. Pero aplaudimos, claro. ¿Cuál sería la alternativa, el cinismo absoluto? Eso, en una boda, está prohibido. El sistema emocional de estos eventos se mantiene en pie por la fuerza de la ficción colectiva. Y nadie quiere ser el que rompa el hechizo.

Durante años pensé que asistir a estas bodas era un síntoma de madurez, pero ahora diría que se trata de una derrota lenta, una forma de decirle que sí al tiempo aunque no sepas bien a qué estás diciendo que sí. Lo que una hace, en el fondo, es convalidar la narrativa del otro, una narrativa no exenta de ficción, pues que estés ahí cuando no sabes bien por qué lo único que significa es que eres necesaria (como número, como fragmento de su pasado, como lo que sea) para sostener la historia de la larga lista de invitados, de la gran celebración. Y tú, aunque no quieras, dices que sí. Hay algo profundamente inquietante en prestar el cuerpo —tu presencia física, tus zapatos incómodos, tu sonrisa funcional— a una historia que no es tuya, que no entiendes, y que quizás ni siquiera compartes. Las bodas por compromiso son, quizás, el último vestigio del mundo en el que fingir pertenencia era más importante que sentirla. Un mundo donde lo importante no es lo que se celebra, sino que parezca que se celebra. El rito triunfa sobre el relato, y el protocolo sobre el vínculo.

#TalentosEmergentes